Virginia Woolf fue una mujer contestataria, llena de contradicciones y ambigüedades, propias de su forma de ser, pero también de su educación y el momento que le tocó vivir, siempre en lucha entre el “deber ser” como mujer y el “querer ser”. Una sensibilidad que volvía al útero materno cada vez que se ponía a escribir, un regreso a la infancia que le servía para encontrarse consigo misma, con sus fantasmas y fantasías, sin dejar de sentir el complejo de Electra, incluso de Edipo, como si Egisto y Clitemnestra, o Layo y Yocasta, siguieran dictando sus sentimientos. “Yo soy una sensibilidad cuando me pongo a escribir”, escribió, y nos dijo mucho más con esa frase que lo que puedan argumentar sus biógrafos a lo largo de cientos de páginas.
El regreso a la realidad supone siempre un empobrecimiento brutal: la comprobación de que somos menos de lo que soñamos. Vivir la vida que uno no vive es fuente de ansiedad, un desajuste con la existencia que puede tornarse en rebeldía. Salir de uno mismo, ser otro, aunque sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y de experimentar los riesgos de la libertad.
Tras una de sus recaídas “mentales”, Virginia escribió que la sangre estaba volviendo de nuevo a su cerebro; era un sentimiento extraño, como si una parte de ella estuviera regresando a la vida. Todas las voces que solía escuchar, que le decían que hiciera todo tipo de locuras, se habían ido.
La literatura de Virginia Woolf se ha convertido en clásica no porque todo el mundo confiese releerla, lo que podría querer decir que nunca se la ha leído por primera vez, sino porque sus libros reflejan la forma de vivir (y escribir) de muchas personas medio siglo después de su despedida de este mundo. No conozco a nadie que no haya vuelto a leer a Virginia Woolf después de haberla leído por primera vez, Sólo es difícil lo estimulante, y yo estoy convencido – casi persuadido de ello – de que Al faro, La señora Dalloway y Las olas son algunos de los libros más estimulantes de mi vida.
En el grupo de Bloomsbury todos sabían que sólo dos personas podían ser consideradas completamente geniales: Maynard Keynes y Virginia Woolf. El sobrino de ésta – Quentin Bell – escribió del primero que era increíblemente inteligente, tenía una naturaleza sensual, afectuosa, volátil y optimista, que podía resultar muy atractiva. Fue el personaje más grande que Virginia llegó a conocer nunca íntimamente. Yo estoy convencido de que a Maynard Keynes le ocurrió lo mismo respecto a Virginia Woolf, a pesar de que en los últimos años de su vida renegara hasta cierto punto de la visión del mundo que había aprendido de G. E. Moore.
(Artículo del "Diario Progresista!, publicado el 11 de Febrero del 2011) |
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