Esta semana unos alumnos me han dibujado estos corazones en un descanso de clase. Cada año doy clase a 500 jóvenes de entre 18 y 23 años, y siempre pienso lo mismo. Me gusta enseñar, prepararme las clases, hablarles de lo que he aprendido a lo largo de mi vida. Cuando era un crío ya me preparaba las clases del colegio como si hablara a mis compañeros y amigos o me inventaba unos alumnos imaginarios, algo que cuento en la primera novela que publiqué, "La muerte lenta" (1995). Los sentaba en una silla, les pasaba lista, les explicaba las cosas y después les tomaba la lección. Me gustaba hablar con ellos, aunque lo hiciera a través de un espejo que aún no sabía que se llamaba literatura. Antes de ayer me encontré por la calle a un alumno al que había dado clase hacía un cuarto de siglo y nos reconocimos al instante. Me dijo que todavía recordaba cómo permanecía absorto en la primera fila escuchándome hablar de Keynes y el Grupo de Bloomsbury. Antes de despedirnos nos dimos el teléfono.
Quizá por eso continúo siendo escritor, porque tengo historias que contar, entre otras cosas, a mis alumnos.
Y porque alguien escribió música como esta:
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