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sábado, 11 de enero de 2025

"Un paseo por Aranjuez y la camisa del hombre feliz".


 
Ayer por la tarde me fui a comer una torrija al Rana Verde, junto al Tajo. En su día di clase a la hija de los dueños. Me fijé en la mesa de la terracita donde conocí una tarde de verano a José Luis Sampedro (cuarta foto), al que luego invité a mi tertulia literaria para que nos hablara de "La sonrisa etrusca" y "La vieja sirena". También me fijé en una foto de Peter Handke, en la cristalera sobre el río (tercera foto), y recordé algunas de sus novelas cortas a las que llegué tras leer a su maestro Thomas Bernhard. No me he olvidado de "El momento de la sensación verdadera", "La mujer zurda" y su obra de teatro "Los hermosos días de Aranjuez". En la Universidad Rey Juan Carlos de esta ciudad he dado algunas conferencias, y he comido chocolate con churros en su plaza. También he asistido a alguna de las fiestas que daba en esta ciudad Pedro Trapote, el dueño de Joy Eslava y Pachá, cuñado actual de Felipe González, íntimo de Juan Carlos de Borbón y propietario de la chocolatería más famosa de Madrid, la de San Ginés.

Sentado a la mesa, con una manzanilla y la torrija, estuve leyendo "La camisa del hombre feliz", de Tolstói. Es uno de los cuentos más bonitos que me contaron de pequeño y que ayer recordó por aquí M Jesús Egmont a propósito de mi post sobre "la alegría". A Tolstói le agradezco muchas cosas, sobre todo haber escrito "Guerra y paz". Admiraba mucho a Beethoven, y eso también nos une. El otro día la escritora y tertuliana Carmen Sogo me hablaba de lo que gustaba a su hija "Para Elisa", que había tocado desde niña:
 
Este es el cuento de Tolstói:
 
"La camisa del hombre feliz".
 
En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar que enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que inventaron sobre la marcha, pero lejos de mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor. Le hicieron tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto, menta y plantas exóticas traídas en caravanas de lejanos países. 
 
Le aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado estaba el hombre que prometió la mitad de lo que poseía a quien fuera capaz de curarle.
 
El anuncio se propagó rápidamente, pues las pertenencias del 
gobernante eran cuantiosas, y llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes del globo para intentar devolver la salud al zar. Sin embargo fue un trovador quien pronunció:
 
—Yo sé el remedio: la única medicina para vuestros males, Señor.
Solo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a vuestra enfermedad.
 
Partieron emisarios del zar hacia todos los confines de la tierra, pero encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil: aquel que tenía salud echaba en falta el dinero, quien lo poseía, carecía de amor, y quien lo tenía se quejaba de los hijos.
 
Mas una tarde, los soldados del zar pasaron junto a una pequeña choza en la que un hombre descansaba sentado junto a la lumbre de la chimenea:
 
—¡Qué bella es la vida! Con el trabajo realizado, una salud de hierro y afectuosos amigos y familiares ¿qué más podría pedir?
 
Al enterarse en palacio de que, por fin, habían encontrado un hombre feliz, se extendió la alegría. El hijo mayor del zar ordenó inmediatamente:
 
—Traed prestamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrecedle a cambio lo que pida!
 
En medio de una gran algarabía, comenzaron los preparativos para celebrar la inminente recuperación del gobernante.
 
Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su gobernante, mas, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:
 
—¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la vista mi padre!
 
—Señor -contestaron apenados los mensajeros-, el hombre feliz no tiene camisa.
 

 






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