"Como mujer, no tengo patria. Como mujer, no
quiero patria. Como mujer, mi patria es el mundo entero" (Virginia
Woolf).
La mujer por fin es independiente, y se ha liberado de las
trabas económicas, culturales y sexuales a las que ha estado sometida
casi secularmente, al menos en el mundo occidental. En ese
sentido, puede decirse que la mujer ha sido la gran “revolucionaria”
de los siglos XX y XXI gracias al trabajo de un sinfín de mujeres que se han dejado la piel durante años para lograr un futuro mejor.
Uno de los ensayos más lúcidos que se han escrito sobre la
independencia de la mujer es “Un cuarto propio”, de Virginia Woolf (o
“Una habitación propia”, en otras traducciones). La escritora inglesa
escribió su estudio en el mejor momento de su actividad creativa, tras escribir “La señora Dalloway” en 1925, “Al faro” en 1927 y “Orlando” en
1928, y antes de publicar “Las olas” en 1931. El estudio se corresponde
con dos conferencias dadas en octubre de 1928 en la Sociedad Literaria
de Newham y la Odtaa de Gritón, y con el paso del tiempo se ha
convertido en una declaración de intenciones por parte de su autora
sobre lo que entendía por la relación entre las mujeres y la literatura.
Las mujeres de su época (salvo las excepciones como las integrantes del grupo de
“Bloomsbury” al que pertenecía) habían vivido atrapadas en el interior
de los asfixiantes contextos económico, político y social construidos
por los hombres. Para preparar sus conferencias, Virginia Woolf se sentó
a mirar el tranquilo fluir de un río y llegó a la conclusión de que la
mujer necesitaba disponer de dinero, es decir, de independencia
económica, que era como decir de un cuarto propio para escribir.
Virginia Woolf se inventa una estructura que intenta mezclar la
narración con el ensayo, utilizando personajes y lugares concretos. Nos
encontramos en Oxbridge y “el yo narrador” se llama Mary Neton o Mary
Seton o Mary Carmichael. El arranque del capítulo 1 son los estudios de
Charles Lamb, a quien Virginia admiraba profundamente. Y en seguida
aparece la idea de la “biblioteca”, con libros de Milton, Tackeray,
etcétera, y hacia ella se dirige la protagonista. El primer problema con
el que se encuentra en ese lugar repleto de libros es que no puede
entrar una mujer, salvo que vaya acompañada por un “felow” o disponga de
una carta de presentación. De pronto, ve un gato sin cola a través de
la ventana; le parece que, como le ocurre a ella misma, el animal
también se está interrogando sobre el sentido del universo. Como en una
suerte de epifanía, sale de la habitación donde ha estado escribiendo y
viaja hacia el pasado, a un tiempo anterior a la guerra, cuando la
gente cantaba feliz mientras charlaba, y citaba versos de escritores
como Tennyson y Rossetti. Siguiendo a estos poetas, las cosas que
cantan hombres y mujeres son muy distintas, aunque sean igualmente
bellas. Los hombres hablan de su destino, su futuro, su camino,
mientras que las mujeres lo hacen sobre todo de amor, de un sentimiento
que les va a procurar la felicidad. Pasado el tiempo, la protagonista
cantará los dos tipos de poemas mientras camina en dirección a Ferham o
Headingley.
Tras la guerra, se rompió la ilusión por seguir recitando versos, y los
hombres y mujeres empezaron a verse feos. Ese es el momento que elige
la protagonista para iniciar una cena frugal en casa de una amiga.
Surge una conversación sobre lo difícil que es recaudar dinero para
crear colegios femeninos, por oposición a lo fácil que es en el caso de
los colegios para varones. Se emiten reproches a la mala educación que
ellas han recibido de sus madres, que no les han enseñado,
precisamente, a ganar dinero. Se podrían haber conformado con una
pequeña herencia, que les hubiera permitido cambiar de tema de
conversación para empezar a hacerlo de biología, matemáticas,
arqueología, física... Pero no, sus madres no les habían educado para
tener esas conversaciones, sino para parir cuantos más hijos mejor,
esperar el regreso al hogar del marido y “creerse” felices con esa vida
ordenada.
En el capítulo 2 nos trasladamos a Londres, al interior de una
habitación como tantas de la época. Vemos un papel encima de la mesa que
dice: “Las mujeres y la novela”. Es entonces cuando la protagonista de
la historia se pregunta sobre el efecto de la pobreza, lo que le lleva
a equiparar a la mujer con el pobre. También se hace otra pregunta:
¿cuáles son las condiciones para crear arte? Las respuestas a las
interrogaciones las busca en el British Museum, y hacia allí se dirige.
Ya en la biblioteca de la institución se pregunta por qué tantos libros
hablan de mujeres, pero no están escritos por mujeres, sino por
hombres, algunos inteligentes, pero otros... Y nos encontramos ante una
paradoja: las mujeres no escriben libros sobre hombres. Acto seguido
hace una lista sobre cómo vemos los hombres (escritores) a las mujeres.
¿Es verdad que las mujeres tienen cerebro, y carácter? Las mujeres eran
sacrificadas, por ejemplo, en ciertas culturas, eran más débiles que
los hombres, más atractivas también, por qué... Goethe honró a las
mujeres, Mussolini en cambio las despreció.
Los hombres consideran inferiores a las mujeres, pero es para
representar mejor su superioridad, algo básico para los que tienen el
poder. Si es posible demostrar que la mitad de la población es inferior a
ti, es que tú tienes más poder, y te sientes más alto, guapo y
maravilloso. La grandeza de tipos como Napoleón y Mussolini viene dada
por esa percepción de superioridad sobre los demás.
Virginia Woolf efectúa en su “cuarto propio” un
repaso histórico al papel de la mujer escritora a través de la
literatura, así como de su participación como personaje, histórico o de
ficción. Siempre ha habido mujeres importantes: Clitemnestra, Medea,
Desdémona..., y no sólo en el teatro, sino también en la novela: las
mujeres descritas por Proust y Balzac. Sin embargo, ¿la mujer ha sido
tratada igual fuera de la literatura?
Si lo gatos sin cola no van al cielo, se dice la narradora del
ensayo de Virginia Woolf, las mujeres que vivieron en el tiempo de
Shakespeare, tampoco pudieron escribir como lo hizo él. ¿Si Shakespeare
hubiera tenido una hermana llamada Judith, habría podido escribir las
obras de su hermano?
Shakespeare aprendió latín en la escuela secundaria, y tuvo la fortuna
de leer a Virgilio, Ovidio, Horacio, y estudiar gramática y lógica.
Vivió una juventud aventurera, y se fue a Londres en busca de fortuna
después de tener un hijo. Le gustaba el teatro, eso estaba claro. Fue
actor, autor, tuvo éxito, y se convirtió en el amo del mundo. ¿Qué
hubiera podido hacer su hermana? Sus padres la querrían, faltaría más,
pero pensarían en casarla con el hijo de un rico comerciante de la
localidad. Como Judith estaría enamorada de la “musicalidad” de las
palabras, se marcharía de su casa (pudo haberlo hecho, sin duda), iría
también a Londres, querría trabajar en el teatro, pero nadie la
contrataría. Lo más que podría lograr sería quedarse preñada de un
autor, un actor o un director. Y moriría sin pena ni gloria.
Cualquier mujer “artista” en el siglo XVI se hubiera vuelto loca de
vivir algo parecido, o incluso se habría suicidado, aunque es posible
que también les ocurriera a muchos hombres. A todo ello habría que
añadir el sentido de la castidad que tenían que guardar las mujeres en
esa época (y en la propia época que le tocó vivir a Virginia Woolf,
incluso años después en la época de Franco en España, por hacer otras
comparaciones).
Llegamos a uno de los puntos clave del estudio de Virginia
Woolf: escribir una obra genial es una proeza de gran dificultad. Todo
está en contra de ello: los perros ladran, la gente grita, hay que
ganar dinero, la salud falla cuando menos se espera. El mundo no te
pide que realices ninguna obra, y tampoco una obra maestra. Si sale, es
un milagro. En el caso de la mujer (no el de Carlyle, Keats, Flaubert,
asegura Virginia Woolf) estaríamos ante un doble milagro. Ya no sería:
“escribe si quieres, que a mí me da igual”, dirigiéndose al hombre,
sino “¿escribir, para qué?”, dirigido a las mujeres.
Poco después nos detenemos (ya en el capítulo 4) en mujeres
escritoras que sacaron a la luz el “odio” al poder del hombre, porque
tal vez no pudieron hacer otra cosa, como le ocurrió a Lady Winchilsea.
¿Y qué decir de la amiga de Lamb, Margaret of Newcastle, que escribió
sobre su situación de intelectual marginada, antes de caer en los
brazos de la locura? Así llegamos hasta Behn, un pilar fundamental en
esta historia sobre los derechos de las mujeres, una mujer de clase
media que se tuvo que ganar la vida con su ingenio, y trabajar con los
hombres de igual a igual. Demostró que podía ganarse la vida
escribiendo, quizá porque, después de todo, el dinero dignifica lo que
es frívolo si no está pagado.
Jane Austen, las hermanas Brontë y George Eliot fueron
mujeres que abrieron el camino a otras muchas, algo similar a lo que
ocurrió siglos atrás con los hombres que se dedicaban al arte. La
primera de las autoras citadas por Woolf, por ejemplo, escribió sin
odio, sin amargura, sin temor, sin protestas, sin sermones, y algo
similar le ocurrió a su modo a Charlotte Brontë, otra mujer que tampoco
quiso ser encorsetada en su época.
A través de este razonamiento, llegamos a una primera conclusión: las
mujeres escriben como escriben las mujeres, no como lo hacen los
hombres.
En el capítulo 5, la autora llega a la estantería de los autores vivos.
A esa altura del tiempo, las mujeres ya escribían de todo, y usaban la
literatura como un arte (casi autobiográfico) que terminaría
convirtiéndose en un medio de expresión. Ahora el planteamiento tiene
que ser más severo con las propias escritoras que empezaban a dominar
tantos terrenos intelectuales. ¿Por qué las mujeres escritoras creaban
heroínas demasiado simples, alejadas de complejidades sentimentales? Es
evidente que Virginia Woolf no pretendía caer en la “tonta” y gratuita
alabanza de su sexo. Sin embargo, tras mostrarse dura con las
escritoras, se pregunta qué ha quedado de tantas mujeres que siempre se
han comportado como buenas esposas y buenas madres. Los escritores en
general deberían admitir que es más interesante profundizar en el alma
de los personajes, ya sean hombres o mujeres, que en el de alguien como
Napoleón, por decir algo.
Una segunda conclusión interesante para las mujeres escritoras es que
deben escribir olvidándose de que son mujeres, intentando llenar las
páginas de esa cualidad sexual que solo se logra cuando el sexo se ha
convertido en algo inconsciente de sí mismo.
En el último capítulo del ensayo nos situamos en el 26 de octubre de
1928, un día en que Londres no piensa precisamente en escribir novelas,
ya sean de hombres o mujeres, y tampoco en los escritos de
Shakespeare. La protagonista reconoce el esfuerzo que ha hecho en los
dos últimos días para separar un sexo de otro, con su influencia sobre
la “unidad de la mente”. Lo ideal es que los sexos cooperen. ¿La mente
tiene también dos sexos, se pregunta, que se corresponden con los dos
sexos del cuerpo que necesitan estar unidos para lograr la satisfacción
y la felicidad?
Este razonamiento le lleva a una tercera conclusión, y es que lo ideal
es que existan escritores “andróginos”. Coleridge argumentó que las
grandes mentes eran andróginas, y ese tipo de escritores son los que
apasionan a Virginia Woolf: Shakespeare, Sterne, Keats, el propio
Coleridge. La mujer es ser mujer con algo de hombre, y el hombre es
hombre con algo de mujer.
Y de aquí saltamos a la cuarta conclusión: lo que hay que hacer es leer
y escribir cuantos más libros mejor. Los libros nos sirven para
entender el mundo, y da igual que los hayan escrito una mujer o un
hombre.
Virginia Woolf fue una mujer contestataria,
llena de contradicciones y ambigüedades, propias de su forma de ser,
pero también de su educación y el momento que le tocó vivir, siempre en
lucha entre el “deber ser” como mujer y el “querer ser”. Una
sensibilidad que volvía al útero materno cada vez que se ponía a
escribir, un regreso a la infancia que le servía para encontrarse
consigo misma, con sus fantasmas y fantasías, sin dejar de sentir el
complejo de Electra, incluso de Edipo, como si Egisto y Clitemnestra, o
Layo y Yocasta, siguieran dictando sus sentimientos. “Yo soy una
sensibilidad cuando me pongo a escribir”, escribió, y nos dijo mucho más
con esa frase que lo que puedan argumentar sus biógrafos a lo largo de
cientos de páginas.
Hace unos años
viví una anécdota personal. Era la manifestación que se hizo en Madrid
contra la guerra de Irak. Habíamos quedado varios amigos junto a la
fuente de Cibeles. Allí había personas de todo tipo, de todas las razas,
edades y sexos. La hermana de un amigo se puso a hablar de los cambios
que estaba experimentando la mujer española en los últimos tiempos y
yo le recomendé la lectura de los libros de Virginia Woolf. La
sensibilidad de esta escritora podía cuadrar perfectamente con la suya,
y le regalé un libro que llevaba como un tesoro en el bolsillo de mi
gabardina: "Una habitación propia". Dos semanas después supe que aquella
mujer hermosa, sensible y culta se había separado de su marido. Durante
la noche de la manifestación contra una guerra injusta y gratuita
había devorado el libro de Virginia Woolf; por supuesto que llevaba un
tiempo cuestionándose una relación que no funcionaba y que la lectura
de un libro no puede impulsar, por sí sola, ninguna medida que permita
cambiar de raíz la vida de una persona.
El regreso a la realidad supone siempre un empobrecimiento brutal: la
comprobación de que somos menos de lo que soñamos. Vivir la vida que
uno no vive es fuente de ansiedad, un desajuste con la existencia que
puede tornarse en rebeldía. Salir de uno mismo, ser otro, aunque sea
ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y de experimentar los
riesgos de la libertad.
Tras una de sus recaídas “mentales”, Virginia escribió que la sangre
estaba volviendo de nuevo a su cerebro; era un sentimiento extraño, como
si una parte de ella estuviera regresando a la vida. Todas las voces
que solía escuchar, que le decían que hiciera todo tipo de locuras, se
habían ido.
La literatura de Virginia Woolf se ha convertido en clásica no porque
todo el mundo confiese releerla, lo que podría querer decir que nunca
se la ha leído por primera vez, sino porque sus libros reflejan la forma
de vivir (y escribir) de muchas personas medio siglo después de su
despedida de este mundo. No conozco a nadie que no haya vuelto a leer a
Virginia Woolf después de haberla leído por primera vez. Solo es
difícil lo estimulante, y yo estoy convencido – casi persuadido de ello
– de que "Al faro", "La señora Dalloway" y "Las olas" son algunos de los
libros más estimulantes de mi vida.
En el grupo de Bloomsbury todos sabían que solo dos personas podían ser
consideradas completamente geniales: John Maynard Keynes y Virginia Woolf.
El sobrino de esta – Quentin Bell – escribió del primero que era
increíblemente inteligente, tenía una naturaleza sensual, afectuosa,
volátil y optimista, que podía resultar muy atractiva. Fue el personaje
más grande que Virginia llegó a conocer nunca íntimamente. Yo estoy
convencido de que a Keynes le ocurrió lo mismo respecto a Woolf, a pesar de que en los últimos años de su vida renegara
hasta cierto punto de la visión del mundo que había aprendido de G. E.
Moore.