Para Virginia Woolf "la mujer de la literatura" es un ser
interesante: bueno y malo, dulce y trágico... Clitemnestra, Medea,
Desdémona..., y no sólo en el teatro, sino en la novela, de Proust,
Balzac... Sin embargo, ¿la mujer es tratada igual fuera de la
literatura?, se pregunta.
Si lo gatos sin cola no van al cielo, se dice,
las mujeres tampoco podrán escribir como Shakespeare. ¿Si Shakespeare
hubiera tenido una hermana llamada Judith, habría sido capaz de escribir
todas las obras de su hermano? El escritor inglés aprendió latín en la
escuela secundaria (leyó a Ovidio, Virgilio, Horacio), así como
gramática y lógica. Vivió una juventud aventurera y marchó a Londres en
busca de fortuna después de tener un hijo. Le gustaba el teatro, eso
estaba claro. Fue actor, autor, tuvo éxito, y se convirtió en el amo del
mundo en su tiempo.
¿Y su hermana, qué habría podido hacer ella? Sus padres la querrían,
faltaría más, pero seguro que hubieran pensado en casarla con el hijo de
un rico comerciante de la localidad. Como Judith estaría enamorada de
la “musicalidad” de las palabras, huiría de casa (pudo haberlo hecho,
sin duda), se iría también a Londres, querría trabajar en el teatro,
pero nadie la contrataría. Terminaría preñada de un autor o actor o
director... Moriría sin pena ni gloria, se llamara Judith o no...
Cualquier mujer “artista” en el siglo XVI se hubiera vuelto loca de
vivir algo parecido, o incluso se habría suicidado, aunque es posible
que también les ocurriera a muchos hombres, y a otros muchos seres que
podrían sentirse tan marginados. A todo esto habría que añadir el
sentido de la castidad que tenían que guardar las mujeres en esa época
(y en la propia época que le tocó vivir a Woolf, incluso años después en
la época de Franco en España, por establecer otras comparaciones).
Para Woolf, escribir una obra genial era casi una proeza de una
prodigiosa dificultad. Todo estaba en contra: los perros ladraban, la
gente gritaba, había que ganar dinero, la salud fallaba cuando menos se
esperaba... El mundo no le pedía que realizara ninguna obra, y tampoco
una obra maestra. Si salía era poco menos que un milagro. En el caso de
la mujer (no en el de Carlyle, Keats, Flaubert…, asegura la escritora)
estaríamos ante un doble milagro. Ya no sería: escribe si quieres, que a
mí me da igual, dirigido al hombre, sino ¿escribir, para qué?, dirigido
a las mujeres.
Poco después nos detenemos en las mujeres escritoras que sacaron a la
luz el “odio” al poder del hombre, porque tal vez no pudieron hacer
otra cosa, como le ocurrió a Lady Winchilsea. ¿Y qué decir de esa amiga
de Lamb, Margaret of Newcastle, que escribió sobre su situación de
intelectual marginada, antes de caer en los brazos de la locura? Así
llegamos hasta Mrs Behn, un pilar esencial en la historia sobre los
derechos de las mujeres, una mujer de clase media que se tuvo que ganar
la vida con su ingenio, y trabajar con los hombres de igual a igual.
Ella demostró que podía ganarse la vida escribiendo.
Jane Austen, las hermanas Brontë, George Eliot..., fueron mujeres que
abrieron el camino a otras muchas, algo similar a lo que ocurrió siglos
atrás con los hombres que se dedicaban al arte. La primera de las
autoras citadas escribió sin odio, sin amargura, sin temor, sin
protestas, sin sermones..., y algo similar le ocurrió a Charlotte
Brontë. A través de este razonamiento, Virginia Woolf llega a una
primera conclusión: las mujeres escriben como escriben las mujeres, no
como lo hacen los hombres.
Luego se detiene en la estantería de los autores vivos. A esa altura
del tiempo, las mujeres ya escribían de todo, y usaban la literatura
como un arte (casi autobiográfico) que terminaría convirtiéndose en un
medio de expresión. Ahora el planteamiento tiene que ser más severo con
las propias escritoras que empezaban a dominar tantos terrenos
intelectuales. ¿Por qué las mujeres escritoras creaban heroínas
demasiado simples, alejadas de complejidades sentimentales? Es evidente
que Woolf no pretendía caer en la “tonta” y gratuita alabanza de su
sexo.
Sin embargo, tras mostrarse dura con las escritoras, se pregunta qué
ha quedado de tantas mujeres que siempre se han comportado como buenas
esposas y buenas madres. Los escritores en general deberían admitir que
es más interesante profundizar en el alma de los personajes, ya sean
hombres o mujeres, que en el de alguien como Napoleón, por decir algo.
Una segunda conclusión interesante para las mujeres escritoras: deben
escribir olvidándose de que son mujeres, intentando llenar las páginas
de esa cualidad sexual que sólo se logra cuando el sexo se ha convertido
en algo inconsciente de sí mismo. Y como la autora es una magnífica
escritora vuelve a llevarnos a la hierba que no puede pisar una mujer, o
a la biblioteca a la que no puede entrar, salvo que la acompañe un
“felow” o un “scholard”.
Es el 26 de octubre de 1928, un día en que Londres no piensa
precisamente en escribir novelas, ya sean de hombres o mujeres, y
tampoco en Shakespeare. Nuestra protagonista reconoce el esfuerzo para
separar un sexo de otro, con su influencia sobre la “unidad de la
mente”. Porque lo ideal es que los sexos cooperen. ¿La mente tiene
también dos sexos, se pregunta, que se corresponden con los dos sexos
del cuerpo que necesitan estar unidos para lograr la satisfacción y la
felicidad?
Quizá lo ideal es que existan escritores “andróginos”. Coleridge
argumentó que las grandes mentes son andróginas, como esos escritores
que apasionan a
Woolf: Shakespeare, Sterne, Keats,
el propio Coleridge... La mujer es ser mujer con algo de hombre, y el
hombre es hombre con algo de mujer.
(Publicado en el Diario Progresista el 16 de noviembre de 2012).