jueves, 7 de marzo de 2019

"Virginia Woolf y la independencia de la mujer".



"Como mujer, no tengo patria. Como mujer, no quiero patria. Como mujer, mi patria es el mundo entero"  (Virginia Woolf). 

La mujer por fin es independiente, y se ha liberado de las trabas económicas, culturales y sexuales a las que ha estado sometida casi secularmente, al menos en el mundo occidental. En ese sentido, puede decirse que la mujer ha sido la gran “revolucionaria” de los siglos XX y XXI gracias al trabajo de un sinfín de mujeres que se han dejado la piel durante años para lograr un futuro mejor.

Uno de los ensayos más lúcidos que se han escrito sobre la independencia de la mujer es “Un cuarto propio”, de Virginia Woolf (o “Una habitación propia”, en otras traducciones). La escritora inglesa escribió su estudio en el mejor momento de su actividad creativa, tras escribir “La señora Dalloway” en 1925, “Al faro” en 1927 y “Orlando” en 1928, y antes de publicar “Las olas” en 1931. El estudio se corresponde con dos conferencias dadas en octubre de 1928 en la Sociedad Literaria de Newham y la Odtaa de Gritón, y con el paso del tiempo se ha convertido en una declaración de intenciones por parte de su autora sobre lo que entendía por la relación entre las mujeres y la literatura.


Las mujeres de su época (salvo las excepciones como las integrantes del grupo de “Bloomsbury” al que pertenecía) habían vivido atrapadas en el interior de los asfixiantes contextos económico, político y social construidos por los hombres. Para preparar sus conferencias, Virginia Woolf se sentó a mirar el tranquilo fluir de un río y llegó a la conclusión de que la mujer necesitaba disponer de dinero, es decir, de independencia económica, que era como decir de un cuarto propio para escribir.


Virginia Woolf se inventa una estructura que intenta mezclar la narración con el ensayo, utilizando personajes y lugares concretos. Nos encontramos en Oxbridge y “el yo narrador” se llama Mary Neton o Mary Seton o Mary Carmichael. El arranque del capítulo 1 son los estudios de Charles Lamb, a quien Virginia admiraba profundamente. Y en seguida aparece la idea de la “biblioteca”, con libros de Milton, Tackeray, etcétera, y hacia ella se dirige la protagonista. El primer problema con el que se encuentra en ese lugar repleto de libros es que no puede entrar una mujer, salvo que vaya acompañada por un “felow” o disponga de una carta de presentación. De pronto, ve un gato sin cola a través de la ventana; le parece que, como le ocurre a ella misma, el animal también se está interrogando sobre el sentido del universo. Como en una suerte de epifanía, sale de la habitación donde ha estado escribiendo y viaja hacia el pasado, a un tiempo anterior a la guerra, cuando la gente cantaba feliz mientras charlaba, y citaba versos de escritores como Tennyson y Rossetti. Siguiendo a estos poetas, las cosas que cantan hombres y mujeres son muy distintas, aunque sean igualmente bellas. Los hombres hablan de su destino, su futuro, su camino, mientras que las mujeres lo hacen sobre todo de amor, de un sentimiento que les va a procurar la felicidad. Pasado el tiempo, la protagonista cantará los dos tipos de poemas mientras camina en dirección a Ferham o Headingley.

Tras la guerra, se rompió la ilusión por seguir recitando versos, y los hombres y mujeres empezaron a verse feos. Ese es el momento que elige la protagonista para iniciar una cena frugal en casa de una amiga. Surge una conversación sobre lo difícil que es recaudar dinero para crear colegios femeninos, por oposición a lo fácil que es en el caso de los colegios para varones. Se emiten reproches a la mala educación que ellas han recibido de sus madres, que no les han enseñado, precisamente, a ganar dinero. Se podrían haber conformado con una pequeña herencia, que les hubiera permitido cambiar de tema de conversación para empezar a hacerlo de biología, matemáticas, arqueología, física... Pero no, sus madres no les habían educado para tener esas conversaciones, sino para parir cuantos más hijos mejor, esperar el regreso al hogar del marido y “creerse” felices con esa vida ordenada.

En el capítulo 2 nos trasladamos a Londres, al interior de una habitación como tantas de la época. Vemos un papel encima de la mesa que dice: “Las mujeres y la novela”. Es entonces cuando la protagonista de la historia se pregunta sobre el efecto de la pobreza, lo que le lleva a equiparar a la mujer con el pobre. También se hace otra pregunta: ¿cuáles son las condiciones para crear arte? Las respuestas a las interrogaciones las busca en el British Museum, y hacia allí se dirige.


Ya en la biblioteca de la institución se pregunta por qué tantos libros hablan de mujeres, pero no están escritos por mujeres, sino por hombres, algunos inteligentes, pero otros... Y nos encontramos ante una paradoja: las mujeres no escriben libros sobre hombres. Acto seguido hace una lista sobre cómo vemos los hombres (escritores) a las mujeres. ¿Es verdad que las mujeres tienen cerebro, y carácter? Las mujeres eran sacrificadas, por ejemplo, en ciertas culturas, eran más débiles que los hombres, más atractivas también, por qué... Goethe honró a las mujeres, Mussolini en cambio las despreció.

Los hombres consideran inferiores a las mujeres, pero es para representar mejor su superioridad, algo básico para los que tienen el poder. Si es posible demostrar que la mitad de la población es inferior a ti, es que tú tienes más poder, y te sientes más alto, guapo y maravilloso. La grandeza de tipos como Napoleón y Mussolini viene dada por esa percepción de superioridad sobre los demás.

Virginia Woolf efectúa en su “cuarto propio” un repaso histórico al papel de la mujer escritora a través de la literatura, así como de su participación como personaje, histórico o de ficción. Siempre ha habido mujeres importantes: Clitemnestra, Medea, Desdémona..., y no sólo en el teatro, sino también en la novela: las mujeres descritas por Proust y Balzac. Sin embargo, ¿la mujer ha sido tratada igual fuera de la literatura? 

Si lo gatos sin cola no van al cielo, se dice la narradora del ensayo de Virginia Woolf, las mujeres que vivieron en el tiempo de Shakespeare, tampoco pudieron escribir como lo hizo él. ¿Si Shakespeare hubiera tenido una hermana llamada Judith, habría podido escribir las obras de su hermano?

Shakespeare aprendió latín en la escuela secundaria, y tuvo la fortuna de leer a Virgilio, Ovidio, Horacio, y estudiar gramática y lógica. Vivió una juventud aventurera, y se fue a Londres en busca de fortuna después de tener un hijo. Le gustaba el teatro, eso estaba claro. Fue actor, autor, tuvo éxito, y se convirtió en el amo del mundo. ¿Qué hubiera podido hacer su hermana? Sus padres la querrían, faltaría más, pero pensarían en casarla con el hijo de un rico comerciante de la localidad. Como Judith estaría enamorada de la “musicalidad” de las palabras, se marcharía de su casa (pudo haberlo hecho, sin duda), iría también a Londres, querría trabajar en el teatro, pero nadie la contrataría. Lo más que podría lograr sería quedarse preñada de un autor, un actor o un director. Y moriría sin pena ni gloria.
 
Cualquier mujer “artista” en el siglo XVI se hubiera vuelto loca de vivir algo parecido, o incluso se habría suicidado, aunque es posible que también les ocurriera a muchos hombres. A todo ello habría que añadir el sentido de la castidad que tenían que guardar las mujeres en esa época (y en la propia época que le tocó vivir a Virginia Woolf, incluso años después en la época de Franco en España, por hacer otras comparaciones).

  
Llegamos a uno de los puntos clave del estudio de Virginia Woolf: escribir una obra genial es una proeza de gran dificultad. Todo está en contra de ello: los perros ladran, la gente grita, hay que ganar dinero, la salud falla cuando menos se espera. El mundo no te pide que realices ninguna obra, y tampoco una obra maestra. Si sale, es un milagro. En el caso de la mujer (no el de Carlyle, Keats, Flaubert, asegura Virginia Woolf) estaríamos ante un doble milagro. Ya no sería: “escribe si quieres, que a mí me da igual”, dirigiéndose al hombre, sino “¿escribir, para qué?”, dirigido a las mujeres.

Poco después nos detenemos (ya en el capítulo 4) en mujeres escritoras que sacaron a la luz el “odio” al poder del hombre, porque tal vez no pudieron hacer otra cosa, como le ocurrió a Lady Winchilsea. ¿Y qué decir de la amiga de Lamb, Margaret of Newcastle, que escribió sobre su situación de intelectual marginada, antes de caer en los brazos de la locura? Así llegamos hasta Behn, un pilar fundamental en esta historia sobre los derechos de las mujeres, una mujer de clase media que se tuvo que ganar la vida con su ingenio, y trabajar con los hombres de igual a igual. Demostró que podía ganarse la vida escribiendo, quizá porque, después de todo, el dinero dignifica lo que es frívolo si no está pagado.

Jane Austen, las hermanas Brontë y George Eliot fueron mujeres que abrieron el camino a otras muchas, algo similar a lo que ocurrió siglos atrás con los hombres que se dedicaban al arte. La primera de las autoras citadas por Woolf, por ejemplo, escribió sin odio, sin amargura, sin temor, sin protestas, sin sermones, y algo similar le ocurrió a su modo a Charlotte Brontë, otra mujer que tampoco quiso ser encorsetada en su época.

A través de este razonamiento, llegamos a una primera conclusión: las mujeres escriben como escriben las mujeres, no como lo hacen los hombres.


En el capítulo 5, la autora llega a la estantería de los autores vivos. A esa altura del tiempo, las mujeres ya escribían de todo, y usaban la literatura como un arte (casi autobiográfico) que terminaría convirtiéndose en un medio de expresión. Ahora el planteamiento tiene que ser más severo con las propias escritoras que empezaban a dominar tantos terrenos intelectuales. ¿Por qué las mujeres escritoras creaban heroínas demasiado simples, alejadas de complejidades sentimentales? Es evidente que Virginia Woolf no pretendía caer en la “tonta” y gratuita alabanza de su sexo. Sin embargo, tras mostrarse dura con las escritoras, se pregunta qué ha quedado de tantas mujeres que siempre se han comportado como buenas esposas y buenas madres. Los escritores en general deberían admitir que es más interesante profundizar en el alma de los personajes, ya sean hombres o mujeres, que en el de alguien como Napoleón, por decir algo.


Una segunda conclusión interesante para las mujeres escritoras es que deben escribir olvidándose de que son mujeres, intentando llenar las páginas de esa cualidad sexual que solo se logra cuando el sexo se ha convertido en algo inconsciente de sí mismo.


En el último capítulo del ensayo nos situamos en el 26 de octubre de 1928, un día en que Londres no piensa precisamente en escribir novelas, ya sean de hombres o mujeres, y tampoco en los escritos de Shakespeare. La protagonista reconoce el esfuerzo que ha hecho en los dos últimos días para separar un sexo de otro, con su influencia sobre la “unidad de la mente”. Lo ideal es que los sexos cooperen. ¿La mente tiene también dos sexos, se pregunta, que se corresponden con los dos sexos del cuerpo que necesitan estar unidos para lograr la satisfacción y la felicidad?

  
Este razonamiento le lleva a una tercera conclusión, y es que lo ideal es que existan escritores “andróginos”. Coleridge argumentó que las grandes mentes eran andróginas, y ese tipo de escritores son los que apasionan a Virginia Woolf: Shakespeare, Sterne, Keats, el propio Coleridge. La mujer es ser mujer con algo de hombre, y el hombre es hombre con algo de mujer.


Y de aquí saltamos a la cuarta conclusión: lo que hay que hacer es leer y escribir cuantos más libros mejor. Los libros nos sirven para entender el mundo, y da igual que los hayan escrito una mujer o un hombre.

Virginia Woolf fue una mujer contestataria, llena de contradicciones y ambigüedades, propias de su forma de ser, pero también de su educación y el momento que le tocó vivir, siempre en lucha entre el “deber ser” como mujer y el “querer ser”. Una sensibilidad que volvía al útero materno cada vez que se ponía a escribir, un regreso a la infancia que le servía para encontrarse consigo misma, con sus fantasmas y fantasías, sin dejar de sentir el complejo de Electra, incluso de Edipo, como si Egisto y Clitemnestra, o Layo y Yocasta, siguieran dictando sus sentimientos. “Yo soy una sensibilidad cuando me pongo a escribir”, escribió, y nos dijo mucho más con esa frase que lo que puedan argumentar sus biógrafos a lo largo de cientos de páginas.

Hace unos años viví una anécdota personal. Era la manifestación que se hizo en Madrid contra la guerra de Irak. Habíamos quedado varios amigos junto a la fuente de Cibeles. Allí había personas de todo tipo, de todas las razas, edades y sexos. La hermana de un amigo se puso a hablar de los cambios que estaba experimentando la mujer española en los últimos tiempos y yo le recomendé la lectura de los libros de Virginia Woolf. La sensibilidad de esta escritora podía cuadrar perfectamente con la suya, y le regalé un libro que llevaba como un tesoro en el bolsillo de mi gabardina: "Una habitación propia". Dos semanas después supe que aquella mujer hermosa, sensible y culta se había separado de su marido. Durante la noche de la manifestación contra una guerra injusta y gratuita había devorado el libro de Virginia Woolf; por supuesto que llevaba un tiempo cuestionándose una relación que no funcionaba y que la lectura de un libro no puede impulsar, por sí sola, ninguna medida que permita cambiar de raíz la vida de una persona.

El regreso a la realidad supone siempre un empobrecimiento brutal: la comprobación de que somos menos de lo que soñamos. Vivir la vida que uno no vive es fuente de ansiedad, un desajuste con la existencia que puede tornarse en rebeldía. Salir de uno mismo, ser otro, aunque sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y de experimentar los riesgos de la libertad.

Tras una de sus recaídas “mentales”, Virginia escribió que la sangre estaba volviendo de nuevo a su cerebro; era un sentimiento extraño, como si una parte de ella estuviera regresando a la vida. Todas las voces que solía escuchar, que le decían que hiciera todo tipo de locuras, se habían ido.

La literatura de Virginia Woolf se ha convertido en clásica no porque todo el mundo confiese releerla, lo que podría querer decir que nunca se la ha leído por primera vez, sino porque sus libros reflejan la forma de vivir (y escribir) de muchas personas medio siglo después de su despedida de este mundo. No conozco a nadie que no haya vuelto a leer a Virginia Woolf después de haberla leído por primera vez. Solo es difícil lo estimulante, y yo estoy convencido – casi persuadido de ello – de que "Al faro", "La señora Dalloway" y "Las olas" son algunos de los libros más estimulantes de mi vida.

En el grupo de Bloomsbury todos sabían que solo dos personas podían ser consideradas completamente geniales: John Maynard Keynes y Virginia Woolf. El sobrino de esta – Quentin Bell – escribió del primero que era increíblemente inteligente, tenía una naturaleza sensual, afectuosa, volátil y optimista, que podía resultar muy atractiva. Fue el personaje más grande que Virginia llegó a conocer nunca íntimamente. Yo estoy convencido de que a Keynes le ocurrió lo mismo respecto a Woolf, a pesar de que en los últimos años de su vida renegara hasta cierto punto de la visión del mundo que había aprendido de G. E. Moore.

3 comentarios:

  1. Tienes un nivel intelectual impresionante, Justo Sotelo.

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  2. Un lujo y un placer seguirte Justo. Gracias por tan inmenso regalo en un día como hoy. Un abrazo.

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  3. Genial. A ver si de aquí a las 6,30 me da tiempo a leerlo 2 veces

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