sábado, 27 de agosto de 2011

La walkyria y el gusto artístico de los dictadores

Woody Allen dijo en cierta ocasión que cada vez que escuchaba la cabalgata de las walkyrias (principio del tercer acto de la ópera de Wagner) le daban ganas de invadir Polonia. Casi por antonomasia habría que pensar que a Hitler le ocurrió lo mismo.

Es evidente que el arte no convierte a la gente en mejores personas, pero sí la lucha contra la incultura. Hitler, Franco, Mussolini, Stalin, etcétera, podían tener refinados gustos (a Franco le gustaba mucho el cine, como es sabido), pero no fueron buenas personas. El problema reside en la mala utilización de las obras de arte, en el hecho de que no las entiendan, en ser tan ignorantes que no consiguen mejorar espiritual e intelectualmente.

Todos esos dictadores quisieron ser dioses durante un tiempo, sin comprender que ni siquiera llegaban a la altura de enanos, y no me refiero a la altura física. ¿Cómo iban a entender la complejidad de la trama urdida por Wagner? Se quedaron en la epidermis y prefirieron desenfundar sus armas para sembrar el mundo del caos que reinaba en sus corazones.

Como ya expuse con anterioridad, Wotan y Alberich se disputan el oro del Rin, aunque serán los gigantes los que terminen quedándose con él, así como con el yelmo mágico y el anillo que les permitirá poseer el mundo. Es el dominio de los dioses, de lo sobrenatural, del mito como explicación de lo que no se logra entender.

Sin embargo, con la segunda ópera de la tetralogía el ser humano ocupa su lugar en la tierra y se convierte en el centro de la creación. Los padres de Sigfrido interpretan uno de los actos más bellos de la creación musical del siglo XIX. Es el triunfo del humanismo, de un nuevo Renacimiento. “La walkyria” es la música del primer escalón que suben los seres humanos para independizarse de los dioses. Wotan sigue dirigiendo el destino, y por eso obliga a Brunilda a esperar al héroe en una roca rodeada de llamas, pero cuando Sigfrido la rescate comenzará el crepúsculo de los dioses.

Por eso los dictadores siempre se equivocarán. Con músicas como las de Wagner el hombre no se convierte en dios, sino que es mejor persona.

(continuará)

(Publicado en el Diario Progresista el 25 de Agosto de 2011)

viernes, 19 de agosto de 2011

El oro del Rin, Keynes y el capitalismo como religión

La semana pasada escribí un artículo sobre lo que suponía para mí, y mi propia historia personal, la tetralogía de Wagner “El anillo de los nibelungos”. Transcurridos unos días me apetece transmitir, también, las sensaciones que me produce cada una de las obras por separado, buscando además un paralelismo con el mundo que nos ha tocado vivir, tanto económico como político y social.

La primera de las óperas es “El oro del Rin”, verdadero motor para el resto de la obra, aunque la semilla estaba puesta dentro de la cabeza de Wagner en la muerte del héroe, Sigfrido, dentro de “El crespúsculo de los dioses”.

En “El oro del Rin” todavía coexisten los dioses y los “demonios”, los que viven en el cielo y los que lo hacen en el infierno (el subsuelo). Tanto unos como otros explotan a sus esclavos. Los dioses hacen lo que quieren con el mundo, sobre todo el más fuerte, Wotan, con su bastón donde está grabado el destino (los otros dioses son Fricka, su mujer, Freia, su cuñada, y Loge, Donner y Froh). Los señores de los nibelungos (Alberich y Mime) también se aprovechan de su propio pueblo, obligándoles a que excaven en la tierra para encontrar tesoros.

¿No les recuerda todo esto al capitalismo salvaje que hemos conocido en los últimos treinta y tantos años? Con la famosa crisis económica de 1973, las mentes más liberales y conservadoras decidieron que la época de Keynes había pasado a mejor vida. Las recetas del economista del grupo de Bloomsbury ya no servían para solucionar los problemas; era preciso olvidarse del lado de la demanda de la economía, de los aumentos salariales, de las obras públicas, etcétera, y fijarse en la oferta, los aspectos microeconómcios, la competitividad, la libertad de los mercados.

Walter Benjamín ya apuntó en uno de sus textos póstumos que el capitalismo era la religión de su tiempo. Ese sistema no suponía únicamente la secularización de la fe protestante (presente, por ejemplo, en Defoe y otros escritores del precapitalismo), sino que representaba un fenómeno religioso, desarrollado de manera parasitaria desde el cristianismo.

Las principales características de las que hablaba Benjamín en referencia a esa “religión de la modernidad” serían las siguientes:
1). Es una religión cultural, pues todo en ella alude a la observación del culto, no a un dogma o idea.
2). Su culto permanente no distingue entre días festivos y días laborables; en realidad sólo existe un día festivo, donde el trabajo coincide con la celebración del culto.
3). El culto capitalista no se orienta a la redención o la expiación de una culpa, sino a la culpa misma.

El texto de Benjamín se escribió en los años veinte del siglo pasado, y hoy se sabe que esa manera de entender la economía es hegemónica desde la caída del Muro de Berlín. Sin embargo, los centros de poder de este sistema capitalista operan en paraísos fiscales o son invisibles. Los dueños de las poderosas empresas capitalistas no son personas físicas, con un carné de identidad identificable, sino socios “ocultos”.

Aparentemente, nada perturba el poder de los dioses y de los nibelungos, salvo su propia ambición, como también se verá en las siguientes óperas de Wagner.

(continuará)

(Publicado en el Diario Progresista el 19 de Agosto de 2011)

http://www.diarioprogresista.es/autores-opinion/20-justo-sotelo/4328-el-oro-del-rin-keynes-y-el-capitalismo-como-religion.html


domingo, 14 de agosto de 2011

El anillo de los nibelungos

Los veranos de mi adolescencia estuvieron acompañados por la música de las óperas de Wagner que se emitían por radio desde Wayreuth, el famoso teatro que le construyó el rey “loco”. Pasé varios veranos en la sierra de Gredos, y, como la cobertura era mala, tenía que subir a una pequeña montaña cercana a mi casa para sintonizar bien la radio. Las hormigas y otros bichos se me metían por las sandalias, pero era inevitable. El Teatro Real de Madrid estaba reconvertido en un auditorio porque, por lo visto, al dictador no le gustaba la ópera, y el Liceo de Barcelona quedaba un poco lejos de mi casa.

Confieso que, durante muchos años, sólo presté atención a la música, arrebatada y romántica de “Rienzi”, “El holandés errante”, “Tannhauser” y “Lohengrin”. Me dejé llevar por la variedad cromática y apabullante de “El anillo de los nibelungos”, el poema de amor y muerte que representa “Tristán e Isolda”, la gracia contrapuntística de “Los maestros cantores” y el misticismo de “Parsifal”. Sin embargo, con el tiempo comprendí que Wagner había creado algunas de las alegorías más terribles de la historia del arte y, por tanto, de la humanidad.

He visto, recientemente, en video la conocida tetralogía, en una versión grabada en el Metropolitan de Nueva York, bajo la dirección de James Levine, y he podido constatar una vez más que ese oro robado a las hijas del Rin -transformado después en un anillo mágico- es una metáfora que se puede aplicar a la situación que vivimos en estos momentos en Occidente.

En la ópera, el mundo se lo disputan los dioses y los nibelungos, personificados en Wotan y Alberich. El primero desea construirse una fortaleza donde vivir con su mujer y el resto de dioses, y necesita dinero para pagarla (se la encarga a dos gigantes), mientras que el segundo se empeña en seducir a las ondinas que viven en el río guardando el tesoro. El pobre no comprende que es muy feo, y ellas se burlan de él. ¿Qué es lo que hace para vengarse? Lo que tanta gente que es fea sobre todo por dentro: renunciar al amor y robar el oro. Del oro saldrá el famoso anillo gracias al trabajo de otro nibelungo, Mime. Poco después Wotan robará el oro para pagar su fortaleza, pero la maldición estará echada por parte del enano Alberich: quien lleve el anillo acabará muriendo.

Esto le ocurrirá al primer gigante, Fasolt, que será asesinado por su propio hermano, Fafner, para quedarse con el oro. Después Fafner se convertirá en dragón y guardará el anillo en una cueva, hasta que llegue el héroe, Sigfrido, y le atraviese con su espada. El propio héroe morirá a manos de Hagen, el hijo de Alberich, y, por último, la propia protagonista de este drama, Brunilda, deberá inmolarse con el anillo en el dedo para que el oro vuelva al Rin.

Hasta aquí un resumen mínimo de una obra que dura más de 12 horas. No obstante, sirve para comentar el objetivo de este artículo. El anillo de los nibelungos posee una música ardiente, bellísima, gigantesca, pero además es una metáfora sobre el poder y el dinero. En la actualidad existe un patológico culto al dinero. El ser humano se pasa la vida trabajando para acumular dinero, y al final comprende que ni siquiera tiene tiempo para gastarlo (bueno, supongo que no todo el mundo se apercibe de ello). No es que el hecho de desear el “anillo” siempre conduzca a la muerte, como en la obra de Wagner, pero sí que lleva a perder miserablemente el tiempo.

Y ya se sabe que el tiempo es oro.

(P.D. Escuchar y ver la obra completa es una delicia de los ángeles, que habría que hacer al menos una vez en la vida).

(Artículo publicado en el Diario Progresista, el 13 de Agosto de 2011)

viernes, 5 de agosto de 2011

En Francia nos envidian

No tengo la intención de realizar un análisis, en profundidad, de la trayectoria de Zapatero durante sus casi ocho años al frente del gobierno de España. Junto al hecho de renunciar a sus principios económicos en su segunda legislatura, Zapatero pasará a la historia porque intentó “modernizar” a la sociedad española y contribuyó a dejar el conflicto del terrorismo cerca de su final.
          
Siempre he considerado que París es la ciudad más hermosa del mundo, y no sólo porque pensaran lo mismo algunos de los escritores que más me gustan. Reconocerán, conmigo, que sentarse en las terrazas del “Café de Flore” o “Les Deux Magots” es uno de los placeres más sabrosos para los que amamos la literatura. O pasarse la tarde, incluso, en uno de los cafés de la Place du Tertre, aunque te obliguen a pedir un “caféolé” cada media hora. No digo nada de los paseos monumentales, los museos, los cines de arte y ensayo, y ese río mágico rodeado de puestos de libros, tan aristocrático, más que nada si lo comparamos con esa cosa que corre por el sur de Madrid. Si encima llueve (como se dice en la última película de Woody Allen), la felicidad es completa.
          
París es la ciudad de la luz, del amor, de la torre Eiffel, en fin, de todas esas cursilerías maravillosas. Ya sé que el resto de franceses suelen considerar a los parisinos como estirados, pedantes y creídos, pero ésta es otra historia.
          
Lo que quería decir es que uno de mis mejores amigos es francés y homosexual, y vive cerca de Montmartre -lo que define de alguna forma su carácter y estilo de vida-. La última vez que nos vimos me dijo que sentía envidia de España, y lo mismo comentó su pareja, un francés de Toulouse. Ambos habían cerrado los ojos en algún momento y soñado que eran españoles. En su opinión España es más moderna y está más adelantada que su querida Francia.
          
Mientras les escuchaba decir esas cosas pensé en la breve aparición de la primera dama francesa en la película que he mencionado de Woody Allen, y en la chica amante de Cole Porter con la que se queda el protagonista al final, y sobre todo en la musa de los escritores y pintores que prefiere vivir en otra época. Y me dije que París siempre sería otra cosa, pero mis amigos insistieron en que no se podía vivir mirando siempre al pasado, y que, aunque nuestra prima de riesgo se dispare, España por fin está a la vanguardia del mundo.

(Artículo publicado en el Diario Progresista el 5 de Agosto de 2011)