viernes, 10 de junio de 2011

¿Para qué las Academias de Historia?

En los últimos días se ha producido una polémica curiosa sobre el Diccionario de la Academia de Historia, un lugar que parece perdido en el barrio de las letras de Madrid, y que siempre que paso por allí me huele a pescado, tal vez porque enfrente había una pescadería famosa hasta hace poco.

Y digo curioso porque lo es no tachar a Franco como dictador, y sobre todo que sigamos dando vueltas a polémicas absurdas que sólo justifica la ignorancia (algo similar a lo que se está leyendo estos días desde las mentes más retrógradas -y otra vez ignorantes- sobre la figura de Semprún).

Mis últimos artículos vienen insistiendo en la importancia de los mundos posibles de la literatura, como una forma de entender la realidad, e incluso a nosotros mismos (éste sería el V de la serie). Si es difícil distinguir, a veces, entre la ficción y la realidad, aún lo es más cuando pensamos en las personas que están haciendo la historia de este país, que anteponen su ideología y creencias religiosas, a su trabajo como científicos.

Desde que expulsamos a los musulmanes y judíos, en España nos hemos empeñado en olvidar la alteridad, lo “otro”, como una forma de sentirnos verdaderos españoles, sin comprender que la realidad es más compleja.

En ocasiones, la literatura puede hacer justicia para entender la verdad de las cosas, incluso para describir con más precisión la propia realidad. En las novelas de Galdós, Balzac o Zola hay mundos posibles más auténticos que la propia realidad, algo que también puede encontrarse en “Ulises”, “En busca del tiempo perdido” o “El hombre sin atributos”.

En mi última novela, “Entrevías mon amour”, uno de los personajes (el padre del protagonista) está empeñado en “volar” el Valle de los Caídos. Como hijo de un carabinero que tuvo que salir de España, siguiendo el mismo camino de Machado, y atravesando el pueblo costero donde se suicidó Benjamín ante el acoso de la policía franquista, aún no ha podido cerrar sus propias heridas. En una primera versión de la novela, el protagonista cumplía la última voluntad de su padre, y volaba efectivamente el famoso panteón. Sin embargo, Justo Sotelo no fue capaz de cerrar la novela con ese final catastrofista. Y me refiero al Justo Sotelo autor, que no tiene nada que ver con el narrador, ni por supuesto conmigo.

El nieto de aquel carabinero no era su abuelo, por supuesto, ni su padre, y en su historia faltaban las típicas coherencia y verosimilitud aristotélicas. No obstante, esa historia podía tener sentido dentro de los mundos posibles de la literatura, y seguro que el narrador hubiera aplaudido ese final, y hasta Justo Sotelo.

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