viernes, 14 de octubre de 2011

Rilke en La Mancha (I)

El sábado 8 de Octubre de 2011 un grupo de románticos nos dirigimos desde Madrid a un pueblo de La Mancha, Villamayor de Calatrava, para reivindicar la memoria y el arte. ¿Cómo era posible que el nuevo alcalde decidiera cambiar los nombres de unas calles alegando que nadie conocía, por ejemplo, a Pablo Neruda? Ya se ha hablado bastante de ello en este periódico, así que voy a referirme a una de las consecuencias que para mí tuvo aquel viaje hacia la tierra de don Quijote.

Después de las lógicas intervenciones políticas del evento (presentadas por el increíble Antonio Carmona), tuvo lugar la parte más interesante - la lectura de poemas-, desde un señor de ochenta y tantos años, hasta unos niños de diez o doce. Yo también había decidido leer algo, pero al final me pareció que el poema que había elegido era muy largo. Al salir de casa me había metido un libro en el bolsillo de la chaqueta, pensando que durante el viaje elegiría un poema adecuado para la ocasión. Me refiero a una Antología poética de Rilke que me acompaña desde el año 1982.

A Rilke empecé a entenderlo desde que la profesora Jana Popeanga me hablara de él durante un máster de Estudios Literarios en la Complutense. No es que antes no encerrara algún sentido inefable para mí, pero desde que aquella profesora rumana no se refirió a Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, etcétera, para desembocar en Rilke y Eliot, no entendí que parte del sentido de la vanguardia se me había escapado.
Ya en el autobús, y después de charlar un rato de literatura con Antonio José Cerdá y Gustavo Vidal, busqué las “Elegías de Duino”. La más especial siempre había sido la Décima, que comienza de esta forma:

“Que un día, libre ya de la terrible visión que me acosa,
se eleve mi canto de júbilo y alabanza hasta los ángeles propicios.
Que ninguno de los martillos de mi corazón
pulsados nítidamente rehúse herir las cuerdas flojas, vacilantes o desgarradas.
Que mi rostro inundado de lágrimas me haga más resplandeciente:
que el llanto imperceptible florezca.
¡Qué caras me seréis, entonces, oh noches,
llenas de pesadumbre!
Cómo no me arrodillé más ante ustedes, hermanas
inconsolables, para recibirlas; cómo no me abandoné
a mí mismo, más suelto todavía, en su suelto cabello.
Nosotros, derrochadores de dolores. Cómo por anticipado
los divisamos en la triste duración: por si tal vez
tienen final. Pero ellos son, desde luego, nuestro
follaje de invierno, nuestro oscuro verde perenne,
-uno de los tiempos del año secreto, no sólo tiempo-;
son lugar, asentamiento, lecho, suelo, domicilio.
Por cierto, ay, qué extrañas son las callejuelas
de la Ciudad del Dolor, donde en el falso silencio,
fuerte, hecho de gritería, lo que ha sido vertido
del molde del vacío alardea: el dorado estrépito,
el monumento estallante. Oh, cómo un ángel
les aniquilaría, sin dejar rastro, el mercado
de consuelos, al que la iglesia rodea, la que compraron
prefabricada: limpia, cerrada y desengañada como
una oficina de correos en domingo. Fuera, en cambio, cómo
se encrespan las orillas de la feria. ¡Columpios
de la libertad! ¡Buzos y malabaristas del afán!
Y el tiro al blanco de la felicidad acicalada,
con figuritas, donde los blancos se tambalean
como de hojalata cuando son alcanzados por un tirador
más atinado. Del aplauso hacia el azar, sigue él,
a traspiés; pues se anuncian puestos de todo tipo
de curiosidades, tocan al tambor y chillan. Pero hay
para los adultos algo más especial que ver: cómo
se multiplica el dinero, anatómicamente, no sólo
por diversión: el órgano genital del dinero, todo,
el conjunto, el procedimiento, esto instruye y hace
fértil...
...Oh, pero ahí junto, afuera, detrás de
las últimas vallas, tapizadas de anuncios
de "Sin Muerte", de esa amarga cerveza, que parece dulce
a sus bebedores, siempre y cuando mastiquen con ella
diversiones frescas..., exactamente a espaldas
de las vallas, exactamente detrás, está lo real.
Los niños juegan, los amantes se toman uno al otro,
apartados, con seriedad, en la pobre hierba, y los perros
tienen su mundo. El muchacho es atraído más allá;
quizás ama a una joven Lamentación... Tras ella va
por praderas. Ella dice: -Lejos. Vivimos allá afuera.
-¿Dónde? Y el muchacho sigue. Ella lo conmueve con su
actitud. El hombro, el cuello... quizás ella es de noble
origen. Pero la deja, se da la vuelta, mira en torno,
hace una seña... ¿Qué se ha de hacer? Ella es una
Lamentación”.

Dejé de leer en este punto. Nos acercábamos a las Tablas de Daimiel para comer, y el curioso paisaje reclamaba mi atención.

(continuará)

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