viernes, 19 de abril de 2013

Los orígenes del teatro español (1)

Algo tiene el teatro para que sea una de las manifestaciones artísticas que siempre cuenta con actores dispuestos a dejarse la piel sobre el escenario y espectadores deseosos de verlos, ya sea en época de crisis o cuando la sociedad dispone de un elevado nivel de vida. ¿Será porque siempre sitúa al ser humano frente a su propio espejo?

Desde sus orígenes el teatro español estuvo vinculado a la religión y el carnaval. En cada fiesta patronal de los pueblos y ciudades se representaban autos de Navidad y de tipo sacramental, así como obras relacionadas con el carnaval. En el momento en que se rompieron esas vinculaciones, el teatro adquirió su sentido actual.

El nacimiento de la mitología y las religiones tuvo mucho que ver con la búsqueda de respuestas a las seculares preguntas del ser humano sobre por qué estaba en este mundo, qué lo había creado y para qué. En los orígenes, el hombre se extendió lentamente por África, pero después de miles de años no lograba inventar nada importante. De pronto aprendió a defenderse y a utilizar la capacidad de hablar; esa fue su primera victoria sobre el tiempo. Ya podía relatar su vida a sus descendientes, pues se había inventado un pasado. Después descubrió el fuego, sustituyó la caza por la agricultura y aprendió a escribir. La mitología le ofreció una explicación coherente del mundo; a la vez que contaba un relato con cierta coherencia, evocaba lo que siempre se repetía. Tanto en las llanuras de la India como entre los indios americanos, en Grecia y Oriente Próximo, intentaba explicarse por qué existían costumbres y creencias que se escapaban a su imaginación.

Estas mismas reflexiones pueden hacerse para el origen del teatro español y los autores prelopistas más importantes, empezando por Juan del Encina, Lucas Fernández y Gil Vicente, y siguiendo con Lope de Rueda, Juan de Timoneda, Alonso de la Vega y Juan de la Cueva. Lope recogerá, como una esponja, las aportaciones anteriores a él y las fusionará en sus tragicomedias, donde ya no se notarán las costuras.

En su madurez (entrado el siglo XIX), Leandro Fernández de Moratín empezó a escribir un ensayo sobre los orígenes del teatro español, que publicó en 1830 la Real Academia de Historia en forma de discurso, una vez que su autor ya hubiera muerto (“Orígenes del Teatro Español, seguidos de una selección escogida de piezas dramáticas anteriores a Lope de Vega”. Alicante, edición digital de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000, basada en la edición de París, Librería Europea de Baudry, 1838). Tras las riquísimas notas pertinentes se recoge un catálogo histórico y crítico de más de ciento sesenta piezas antiguas anteriores a Lope reunidas por el escritor, empezando por una obra anónima de 1356 llamada: “Danza general en que entran todos los estados de gentes” y terminando por la “Tragedia de la destrucción de Constantinopla”, de Lasso de la Vega, de 1587.

En la segunda parte, se reúne una colección de piezas dramáticas anteriores también a Lope. De esta forma se resumen los pilares del teatro renacentista y moderno que confluirán en la obra de este.
Lo primero que hace Moratín en el prólogo de su obra es justificar la necesidad de bucear en los orígenes del teatro español. Hasta ese momento nadie lo había hecho de forma sistemática y profunda, debido a la ingente labor y dificultad que ello suponía. No obstante, en su opinión no se podía entender a los autores del siglo XVII (incluidos Cervantes y Lope) sin analizar sus raíces, ya que las influencias eran diversas. El problema es que faltaba una historia crítica del teatro español, que diera sentido a su propia labor como autor teatral, y justificara las obras a los ojos de los investigadores y espectadores extranjeros.

Moratín apenas se detiene en la discreta aportación de los visigodos durante sus tres siglos de dominio de la península. La lengua era el latín, y poco a poco se fue corrompiendo con el romance. Tras la llegada de los árabes en el siglo VIII, el idioma vulgar se mezcló con “palabras, frases y modismos arábigos. Las conquistas fueron dilatándose por los países que los cristianos iban ocupando, y la prosa castellana fue adquiriendo sucesivamente corrección, propiedad y copia de palabras hasta que se halló capaz de vulgarizar en ella las leyes y la historia” (página 3).

Se refiere entonces a las composiciones sagradas y profanas, y a las obras cortas cantadas por “yoglares” y “yoglaresas” que mezclaban el baile y la pantomima con la pretensión de entretener al pueblo, un rasgo distintivo del teatro desde sus raíces. Su actividad se extendía también a palacios y casas particulares. Es significativo que el propio Moratín escriba que “no hay que buscar el principio de esta costumbre, que se pierde en la obscuridad de los siglos. La combinación de los sonidos agradables, el canto, la risa, la danza, la imitación de la figura, gesto, voz y acciones características de nuestros semejantes son tan geniales en el hombre que en todas las edades y en todos los países habitados se encuentran más o menos perfeccionados por el arte” (p. 4). Estas palabras son una verdadera declaración de principios sobre el sentido del teatro en cualquier época.

(Publicado en el Diario Progresista el 19 de abril de 2013).