Algo tiene el teatro para que sea una de las manifestaciones
artísticas que siempre cuenta con actores dispuestos a dejarse la piel
sobre el escenario y espectadores deseosos de verlos, ya sea en época de
crisis o cuando la sociedad dispone de un elevado nivel de vida. ¿Será
porque siempre sitúa al ser humano frente a su propio espejo?
Desde
sus orígenes el teatro español estuvo vinculado a la religión y el
carnaval. En cada fiesta patronal de los pueblos y ciudades se
representaban autos de Navidad y de tipo sacramental, así como obras
relacionadas con el carnaval. En el momento en que se rompieron esas
vinculaciones, el teatro adquirió su sentido actual.
El nacimiento de la mitología y las religiones tuvo mucho que ver con
la búsqueda de respuestas a las seculares preguntas del ser humano
sobre por qué estaba en este mundo, qué lo había creado y para qué. En
los orígenes, el hombre se extendió lentamente por África, pero después
de miles de años no lograba inventar nada importante. De pronto aprendió
a defenderse y a utilizar la capacidad de hablar; esa fue su primera
victoria sobre el tiempo. Ya podía relatar su vida a sus descendientes,
pues se había inventado un pasado. Después descubrió el fuego, sustituyó
la caza por la agricultura y aprendió a escribir. La mitología le
ofreció una explicación coherente del mundo; a la vez que contaba un
relato con cierta coherencia, evocaba lo que siempre se repetía. Tanto
en las llanuras de la India como entre los indios americanos, en Grecia y
Oriente Próximo, intentaba explicarse por qué existían costumbres y
creencias que se escapaban a su imaginación.
Estas mismas reflexiones pueden hacerse para el origen del teatro
español y los autores prelopistas más importantes, empezando por Juan
del Encina, Lucas Fernández y Gil Vicente, y siguiendo con Lope de
Rueda, Juan de Timoneda, Alonso de la Vega y Juan de la Cueva. Lope
recogerá, como una esponja, las aportaciones anteriores a él y las
fusionará en sus tragicomedias, donde ya no se notarán las costuras.
En su madurez (entrado el siglo XIX), Leandro Fernández de Moratín
empezó a escribir un ensayo sobre los orígenes del teatro español, que
publicó en 1830 la Real Academia de Historia en forma de discurso, una
vez que su autor ya hubiera muerto (“Orígenes del Teatro Español,
seguidos de una selección escogida de piezas dramáticas anteriores a
Lope de Vega”. Alicante, edición digital de
la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000, basada en la edición de
París, Librería Europea de Baudry, 1838). Tras las riquísimas notas
pertinentes se recoge un catálogo histórico y crítico de más de ciento
sesenta piezas antiguas anteriores a Lope reunidas por el escritor,
empezando por una obra anónima de 1356 llamada: “Danza general en que
entran todos los estados de gentes” y terminando por la “Tragedia de la
destrucción de Constantinopla”, de Lasso de la Vega, de 1587.
En la segunda parte, se reúne una colección de piezas dramáticas
anteriores también a Lope. De esta forma se resumen los pilares del
teatro renacentista y moderno que confluirán en la obra de este.
Lo primero que hace Moratín en el prólogo de su obra es justificar la
necesidad de bucear en los orígenes del teatro español. Hasta ese
momento nadie lo había hecho de forma sistemática y profunda, debido a
la ingente labor y dificultad que ello suponía. No obstante, en su
opinión no se podía entender a los autores del siglo XVII (incluidos
Cervantes y Lope) sin analizar sus raíces, ya que las influencias eran
diversas. El problema es que faltaba una historia crítica del teatro
español, que diera sentido a su propia labor como autor teatral, y
justificara las obras a los ojos de los investigadores y espectadores
extranjeros.
Moratín apenas se detiene en la discreta aportación de los visigodos
durante sus tres siglos de dominio de la península. La lengua era el
latín, y poco a poco se fue corrompiendo con el romance. Tras la llegada
de los árabes en el siglo VIII, el idioma vulgar se mezcló con
“palabras, frases y modismos arábigos. Las conquistas fueron dilatándose
por los países que los cristianos iban ocupando, y la prosa castellana
fue adquiriendo sucesivamente corrección, propiedad y copia de palabras
hasta que se halló capaz de vulgarizar en ella las leyes y la historia”
(página 3).
Se refiere entonces a las composiciones sagradas y profanas, y a las
obras cortas cantadas por “yoglares” y “yoglaresas” que mezclaban el
baile y la pantomima con la pretensión de entretener al pueblo, un rasgo
distintivo del teatro desde sus raíces. Su actividad se extendía
también a palacios y casas particulares. Es significativo que el propio
Moratín escriba que “no hay que buscar el principio de esta costumbre,
que se pierde en la obscuridad de los siglos. La combinación de los
sonidos agradables, el canto, la risa, la danza, la imitación de la
figura, gesto, voz y acciones características de nuestros semejantes son
tan geniales en el hombre que en todas las edades y en todos los países
habitados se encuentran más o menos perfeccionados por el arte” (p. 4).
Estas palabras son una verdadera declaración de principios sobre el
sentido del teatro en cualquier época.
(Publicado en el Diario Progresista el 19 de abril de 2013).