(Como le sucede a la protagonista de mi novela "Las mentiras
inexactas", profesora de literatura de la Complutense de más de
cincuenta años, que se enamora de su ex alumno de veintitantos, dueño de
una librería de la plaza Santa Ana, donde transcurre la novela. Es una
reflexión sobre el futuro de la novela y las librerías, y también una
historia de amor sobre la diferencia de edad).
"Esa noche su sangre se transformó en energía
femenina y masculina, una especie de vino que se bebieron la luna y el
sol, y eliminó las arrugas de su rostro y su vientre. Desconocía cuánto
tiempo había estado tumbada, desnuda, sin dejar de sudar. El camisón,
arrugado y sucio, se había caído al suelo. Su cabeza giraba como una
noria sin control, pero aun así encendió la radio. Había dormido toda la
tarde y toda la noche. Se tomó una aspirina y un café, y se encontró
mejor. El rostro de Sergio se hinchaba en su mente como un gigantesco
neumático de automóvil, y hasta oía el su vasto e inmenso deseo de
aplastar el universo con su fuerza. Había sangre en la sábana. Se llevó
la mano a la frente, y no sintió las décimas de fiebre que demolían las
paredes de su conciencia. Trató de calmarse con un segundo café, y
después buscó sin éxito un paquete de cigarrillos. De lo más hondo de su
corazón salió una sonrisa dirigida a las manchas fugaces, como su regla
interminable; era una sonrisa enferma, a un paso del delirio. O se
había vuelto loca y tenía visiones, o la sinrazón cegaba sus pupilas con
los rasgos de ese crío. Se encerró en el cuarto de baño. Tocaba su
cuerpo, pero no le pertenecía, intentaba limpiarlo, pero nuevas
carcajadas se desplomaban en las esquinas de su garganta. Se vistió, y
se sentó otra vez en la cama. Las paredes de la habitación se le caían
encima (...) ¿Qué es lo que tenía que hacer, se preguntó mirando a la
calle, volver a la librería y declararle su amor? Sergio no era más que
un ególatra cuyo único afán consistía en mantener vivo su mundo. ¿Acaso
podía considerarse una de sus amigas? ¿Qué podía aportarle a esas
alturas de su vida? ¿No sería para él un sucedáneo de su padre, o de esa
madre de la que casi le daba miedo hablar? Entonces, ¿por qué la había
besado y acariciado? Era deseo, por supuesto, todavía podía despertar
deseo en un hombre..."