martes, 25 de abril de 2017

Escribo porque vivo en armonía con el mundo.

Escribo porque soy feliz y estoy enamorado. Escribo porque me gusta que los niños coman pasteles y jugar y reír con ellos y cruzar la calle a ese ciego que te pide ayuda y pararme a escuchar a los músicos callejeros y levantarme de mi asiento del autobús y el Metro para que se sienten los viejos y las mujeres embarazadas.

Escribo porque busco la belleza de la vida, de la música, del arte, de la literatura, del pasado y el presente. Escribo porque existieron Homero y Dante y Miguel Ángel y Shakespeare y Kant y Goethe y Nietzsche y Van Gogh y Bach y Mozart y Beethoven y Wagner y Mahler.

Escribo porque quiero que me quieran, pero sobre todo porque quiero querer.

Escribo porque me gusta reír y sonreír y comer y beber y viajar y bailar y hablar y escribir. Escribo porque me gusta escribir.

Escribo porque me gustan los trajes y las pajaritas y los vaqueros raídos y los pantalones cortos y los jerseys deshilachados y las sandalias.

Escribo en contra de los xenófobos, de los homófobos, de los machistas, de los que se creen dueños de los demás, de los que hacen guerras por motivos económicos y políticos y religiosos. En realidad no escribo contra nadie sino a favor del bien común.

Escribo porque a mi madre le gustaba que escribiera. Escribo para ella, todavía sigo escribiendo para ella.

Y porque existe París. 

(Ayer Carmen Arroba leyó estas palabras mías en la entrega de premios a los niños escritores del colegio Ciudad de Zaragoza, de Madrid. Sentado frente a los niños de la foto, entre los escritores Almudena Mestre y Manuel Rico, no dejé de mirarlos mientras pensaba que, a su edad, ya habían encontrado la lámpara maravillosa de la que nos hablara Valle-Inclán).

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