Mientras me tomo el primer café de este viernes tan agradable, leo el último comentario al post que escribí ayer sobre la repercusión en Alemania de mi novela "Las mentiras inexactas". Marga Escudero se sorprende de que no ponga más entusiasmo al reconocimiento en un país tan culto. Y le diría, como he hecho tantas veces en mi vida, que sí que lo agradezco, pero son cosas que no se me suben a la cabeza, como si a alguien se le ocurriera darme el Nobel algún día. ¿De verdad alguien piensa que ese premio podría hacerme más feliz? Escribo libros porque me gustan estos objetos rectangulares que son la memoria de la historia de la humanidad, y es agradable aportar tu granito de arena con los veinte libros que he publicado a esa inmensidad, pero nada más. La felicidad es otra cosa, al menos en mi percepción de la vida. Está muy bien hacerme catedrático en economía y doctor en literatura y ser profesor y todo eso, pero lo que me gusta es que un ex alumno me dé un abrazo después de muchos años sin verme o que alguien se vaya a la cama con mis libros y mi recuerdo y, por supuesto, lo más importante es amar y ser amado. Y que se enciendan las luces de Navidad, acercarme a ver recitar sus poemas a mis amigas como Aurora da Cruz, a la vez que pongo cara a otros amigos y amigas de las redes sociales, y escuchar en el coche "la música de la transformación" del Parsifal de Wagner:
Madrid era un caos de tráfico ayer por la noche, con una huelga de autobuses y seis millones de personas que iban de un sitio para otro.
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