domingo, 7 de marzo de 2010

CATARSIS TEATRAL


A lo largo de mi vida han existido varios momentos mágicos que han detenido la vida durante unos instantes. Entonces he mirado hacia dentro de mí mismo y he comprendido que el viaje era muy corto y que yo era más sabio.
            Algunos de esos momentos se refieren a experiencias teatrales, o algo parecido.
Con 13 años asistí a la “Consagración de la Primavera” en el Centro Cultural de la Villa de Madrid, y en pleno invierno. Maurice Béjart se empeñó en sacarme las entrañas mientras lo místico y lo erótico se imbricaban en un escenario austero, atravesado sólo por las luces más oníricas que reales, de unos bailarines semi desnudos que se movían siguiendo la música de Stravinsky como si hubieran entrado en trance.
            En esa época prestaba mucha atención al Estudio 1 de TVE. Era un espacio en blanco y negro dentro de mi propio espacio vital también en blanco y negro. A veces se hacía el color, casi siempre con Shakespeare, Lope, Buero. Y por encima de todos ellos una noche nació el color con una obra de teatro cuyo efecto me duró varios meses. Me refiero a “Doce hombres sin piedad”, seguramente una mala obra, de un mal autor. Aun así, después de treinta años aún recuerdo a Rodero, a Bódalo, a Prendes..., hablando, gritando, susurrando, sintiendo en una palabra, y sobre todo recuerdo mi estado de ánimo, ese aturdimiento que se mantuvo vivo varias semanas, la sensación de que la historia de un asesino que no lo era se había convertido en parte de mi vida. Mi propia percepción de la realidad se había transformado por culpa de la adaptación de una obra de teatro a la televisión.
            Y años más tarde hubo unas “Comedias Bárbaras” que vi seguidas una sola tarde. “Aguila de blasón”, “Romance de lobos” y “Cara de plata” se quedaron dentro de mi conciencia de forma permanente. Era el lenguaje lleno de galleguismos y gitanismos, con una crudeza a la que no estaba acostumbrado, con unos actores que se dejaban la piel para hablar de caciquismo en España, es decir, de fascismo, y de todo lo que obsesionaba a Valle: amor y sexo, muerte y soledad, crueldad y vida, luces y sombras, siempre el blanco y negro de buena parte de nuestra infancia.
            Por los cajones de las casas donde he vivido salen de vez en cuando folletos de obras de teatro, de películas del Alphaville y los Renoir, de exposiciones y conciertos. Son los folletos que amueblan mi vida, la relación de los pequeños “sacrificios” artísticos que han dado sentido a esa vida. Nunca he podido tirarlos, quizá para no olvidarme de mí mismo y no quedarme ciego definitivamente.

Justo Sotelo

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