viernes, 29 de junio de 2012

Necesitamos otro Valle-Inclán (III)

"Divinas palabras" provoca una reflexión moral en los espectadores, al presentar un tema ético de costumbres, de formas de vida y de relaciones humanas dentro de un determinado paisaje natural y social. Este tema no puede menos de incluir un problema moral en su seno, pues no hay costumbres sin algún principio orientador acerca de cómo han de entenderse el bien y el mal, el vicio y la virtud, la culpa y su consecuencia, lo que hace que la obra sea profundamente actual.
Gracias a ella se pueden analizar las consecuencias de la avaricia o la codicia de poseer un objeto que genera beneficios, la lujuria o la aspiración del goce sexual, la figura femenina fatal y la muerte debajo de las palabras y los gestos de los personajes. Además, se observan las influencias de la tradición, el alcoholismo, las infidelidades, la hipocresía y la mala voluntad de las personas, así como las diferentes creencias religiosas. En el desenlace de la obra las “divinas palabras” revelan la fisonomía pobre y atrasada de la Galicia de aquella época.

La obra se desarrolla, básicamente, a cielo abierto. Apenas nos encontramos con pueblos o villas, y menos aún con ciudades, lo que la separa espacialmente de una obra cercana en el tiempo, pero tan diferente, como es “Luces de bohemia”. En “Divinas palabras” no existen más que una pequeña iglesia, la quintana, el atrio y los alrededores. Los personajes van y vienen por los caminos y los parajes del campo; se paran a descansar cerca de las casas, pero no entran en ellas, salvo en algunos momentos puntuales de la casa de Pedro Gailo, o la propia iglesia donde se pronuncian las divinas palabras.

Los espacios escénicos se van sucediendo sin orden concreto, siguiendo lo que podría llamarse “tácita norma de numerosidad”. Otra nota característica de la obra es la “mutabilidad”, ya que no se trata de escenarios fijos que relacionen al personaje con el lugar, sino que sirven de excusa para que los personajes desarrollen sus características propias. Son escenarios que están, en definitiva, al servicio de los personajes, y no a la inversa.

Es una obra abierta, que pretende desarrollarse en una naturaleza donde los personajes están atrapados, aunque crean que se mueven de un sitio a otro con total naturalidad. Para Valle-Inclán lo que existe realmente es lo que nos dicen los recuerdos; ese es el único sentido de la vida: convertir en verdadero lo que queda en la memoria. Y por eso es esencial, también, la imaginación. El recuerdo y la imaginación se convierten en la base de una realidad hasta cierto punto normal, ya que la obra se desarrolla en verano, durante las horas típicas y tópicas del amanecer, el mediodía, el atardecer… Eso sí, no se cumplen las unidades aristotélicas tradicionales.

La primera jornada comprende un día veraniego, pero transcurre un tiempo hasta que llegamos a la segunda jornada, a la que sólo separarán unas horas de la tercera. En la primera y la tercera jornadas destaca la sucesión pausada, mientras que en la central se expresa una forma diferente de vivir el tiempo.

En la primera escena, Marica del Reino y la Vecina murmuran sobre los excesos que está cometiendo Mari-Gaila en el usufructo del carretón, y en la segunda aparece esta última tirando del carro por los caminos, después de acostumbrarse a este trabajo.

Otro aspecto de la simultaneidad es el siguiente: en la escena quinta, Mari-Gala y Séptimo Miau quedan en verse en la garita de la playa, y mientras tanto (escena sexta) Pedro Gailo, que se encuentra borracho, no piensa en otra cosa que en vengarse de su mujer adúltera, y para lograrlo no se le ocurre otra cosa que tentar a su propia hija Simoniña. Otro aspecto de la simultaneidad del tiempo es el que se observa en la escena octava, ya que sobre la grupa del Trasgo vuela la propia Mari-Gaila que es raptada por el diablo.

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