viernes, 22 de junio de 2012

Necesitamos otro Valle-Inclán (II)

Como dijo el propio Valle-Inclán, sus personajes debían presentarse siempre solos, que fueran "ellos" sin la explicación del autor. Lo importante del drama es cómo exteriorizar los sentimientos y las emociones, y filtrarlos en el interior de los personajes.
Valle-Inclán no quiere engañarse con la idea de un teatro comercial, susceptible de ser aplaudido por el público. Lo esencial no es la complacencia de este; su talante de creador es incorruptible y no cede ante la tentación de escribir pensando en el gusto imperante de la época.

En Divinas palabras, Valle-Inclán presenta un pueblo de labriegos, criados, pobres, mendigos, peregrinos, buhoneros y pastores, y los describe por sus formas propias de expresión.

Pedro Gailo, el sacristán, es una persona humilde y algo antipática que al final “triunfa” gracias a sus fuertes convicciones religiosas, junto al hecho de dominar un idioma que resulta convincente para sus parroquianos, incluso atemorizador. En la Jornada I, se nos dice que el sacristán apaga los cirios bajo el pórtico románico. Es un viejo fúnebre, amarillo de cara y manos, barbas mal rapadas, sotana y roquete...Y es siempre a conversar consigo mismo, huraño el gesto, las oraciones deshilvanadas. Pedro Gailo rechaza la violencia por completo. En los diálogos que mantiene con Lucero, dice en un momento determinado: Para toda conducta hay premio o castigo, enseña la doctrina de Nuestra Santa Madre la Iglesia. No obstante, él muestra su desdén al enano, el hijo de su hermana. Cuando le mira, pone su ojo bizco. Escucha las insidias de Marica, afila el cuchillo sanguinario, tienta a Simoniña, riñe a gritos con Mari-Gaila. Sería, en fin, el sujeto del triángulo protagonista afectado por la tremenda óptica deformadora del esperpento.

Mari-Gaila es la esposa del sacristán. Aparece con su hija Simoniña en la tercera escena de la Jornada I: Dos mujeres, madre e hija,...La madre blanca y rubia, risueña de ojos, armónica en los ritmos del cuerpo y de la voz. Lo más importante en su vida es el dinero; ella es igual que Marica del Reino, y por eso ambas disputan la propiedad del carretón. También es infiel y está aburrida del matrimonio con el rígido Pedro. Por eso mantiene relaciones sexuales con Lucero. La pasión sexual, sensual e imaginativa siempre la arrastra. Como en la Jornada II, donde se encuentra con Séptimo Miau en la quinta escena y pasan juntos la noche de fiesta, en uno de los momentos más famosos de la obra.

MARI-GAILA.- ¿Y qué hago del carretón?
SÉPTIMO MIAU.-Lo dejas fuera. Entramos, pecamos y nos caminamos.
MARI-GAILA.- ¡Lindo verso!
El farandul muerde la boca de la mujer, que se recoge suspirando, fallecida y feliz...
SÉPTIMO MIAU.- ¡Bebé tu sangre!
MARI-GAILA.- A ti me entrego.

Lucero es la representación del demonio, de Lucifer, una persona sin piedad (pero relativamente ilustrado). Seduce a la mujer de Pedro Gailo, como buen vividor que va de fiesta en fiesta, sin domicilio conocido, pero con conocimiento de la realidad del mundo. Es un tipo cínico, indiferente, que cambia de nombre sin mayor rubor, y que hace avanzar la acción logrando un verdadero sentido dramático.

Juana la Reina y el hijo idiota son dos personajes trágicos. Juana La Reina, la hermana de Pedro y Marica, aparece al principio de la obra, en la primera jornada, y su rápida muerte provoca el conflicto por poseer su herencia, personificada en su hijo idiota, Laureaniño, engendro y enano, que siempre es expuesto en las ferias para conseguir dinero.

Entre los 16 personajes de la obra, hay de todo: pobres, apáticos, avariciosos, ambiciosos, egoístas, incluso buenas personas, es decir, un verdadero retablo que podría resumir incluso a la sociedad actual. Sin embargo, lo más interesante es que nadie, en la obra, llora la muerte de Juana ni de su hijo monstruoso.

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