Un día me despertó a las seis de la mañana y me dijo que quería llevarme a lo alto de la montaña. Yo me desperecé entre grandes aspavientos, me mojé los ojos con la punta de los dedos, me tomé la leche con Cola Cao que siempre me preparaba mi madre y salí, aterido, al camino.
-¡Venga, Justito, ya queda poco!, me dijo después de atravesar la garganta que bajaba de la sierra, tras dos horas de caminata.
Al llegar arriba, observé la inmensidad del valle, y luego lo miré a él. Tenía un rostro de serena felicidad.
En ese momento comprendí que lo importante no había sido llegar hasta allí.
Al llegar arriba, observé la inmensidad del valle, y luego lo miré a él. Tenía un rostro de serena felicidad.
En ese momento comprendí que lo importante no había sido llegar hasta allí.