viernes, 1 de noviembre de 2024

"Noviembre: algo parecido a la literatura".


 
Mientras ayer iba paseando a la Facultad, me detuve delante de una galería de arte y vi en el escaparate un dibujo del Palacio de Cristal del Retiro, uno de mis lugares favoritos del parque madrileño. Me saqué una foto y entonces me acordé del prólogo que escribí para mis libros de cuentos. 
 
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"El otro día entré en uno de mis cafés favoritos de Madrid con la intención de leer el manuscrito de la tesis doctoral de un amigo de Camerún. Mi amigo se encuentra en España para estudiar la obra de un escritor que se distingue por la ironía y el sarcasmo con que dibuja a sus personajes. En cierto momento la tesis profundiza en la mentira como elemento esencial de comportamiento de esos personajes.
 
Terminé el capítulo y dejé de leer.
 
Regué el pan con aceite, lo mojé en el café (ya sé que no se debe hacer, pero me gusta observar cómo flotan las gotas) y pensé en la idea de la mentira mientras recordaba un libro de Eco, Entre mentira e ironía. La mentira es algo tan viejo como el ser humano, como el mundo y su incomprensible origen, y tal vez se haya convertido en algo consustancial a nuestra forma de ser. El Carnaval tiene mucho de ello, y el lenguaje y los gestos que hacemos en los momentos más insospechados. La idea de ficción, con la semejanza, la simulación y el simulacro (tres conceptos parecidos que no son lo mismo), tiene una evidente parte de mentira. Eco considera que el signo es todo aquello que puede utilizarse para mentir. La semiótica general es una teoría de la mentira; si algo no puede usarse para mentir es que tampoco sirve para decir la verdad. Y en realidad no servirá para nada.
 
Tomé el otro trozo de pan. Lo balanceé y observé cómo se deslizaba el aceite por los diminutos agujeros de las migas. Me lo llevé a la boca y me pregunté por esos placeres que no son mentira. Volví a leer y a detenerme a los pocos minutos; no lograba concentrarme por culpa de una historia que estaba viviendo cerca de mí, en las sillas de al lado, protagonizada por un hombre y una mujer.
 
Ella le aseguraba que no pensaba decirle con quién quedaba. Él le repetía que su relación debía contemplarse desde la confianza y la naturalidad. Se habían conocido unas semanas atrás, en el estreno de una obra de microteatro. En el bar de copas apenas cabían quince o veinte personas. Ella era la hermana de una de las actrices que interpretaban la obra, y él estaba allí por amistad con el autor, un tipo que empezaba a ser conocido. La obra se llamaba Vamos a contar mentiras y en ella una mujer de unos treinta años refería a su madre y a su hija cómo se estaba enamorando de nuevo. Había conocido a un hombre de cuarenta y tantos años, bien parecido, de carácter afable y que trabajaba en una empresa como asesor bursátil. Todo parecía sonreírles, pero ella necesitaba sentirse libre, como antes de casarse y haber tenido a una hija tan hermosa. La joven sonrió, cogió de la mano a su madre y a su abuela y les dijo que pensaba igual. Nunca diría a nadie con quién quedaba, ni siquiera a ellas; era algo que pertenecía a su vida privada. Se fueron a la cama esa misma noche, y en seguida comprendieron que estaban hechos el uno para el otro.
 
Dejaron de hablar y se besaron larga y apasionadamente.
 
Miré a la calle e intenté concentrarme en la tesis de mi amigo. Tras los cristales aún lucía el sol con timidez. El tiempo había dejado de existir y la densidad sólo era producto de las emociones".
 
("A modo de prólogo", de "Cuentos de los viernes", 2017, Bartleby).
 
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Por cierto, el doctorando camerunés que estaba escribiendo su tesis era Patrick Toumba, que después escribiría un ensayo sobre mis novelas.
El cuadro que yo había visto no era exactamente el lugar real del Retiro, ¿o sí?
 
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Chaikovski pintó Noviembre: