lunes, 7 de marzo de 2011

Virginia Woolf y la independencia de la mujer (II)


Virginia Woolf efectúa en su “cuarto propio” un repaso histórico al papel de la mujer escritora a través de la literatura, así como de su participación como personaje, histórico o de ficción. Siempre ha habido mujeres importantes: Clitemnestra, Medea, Desdémona..., y no sólo en el teatro, sino también en la novela: las mujeres descritas por Proust, Balzac... Sin embargo, ¿la mujer ha sido tratada igual fuera de la literatura? 

Si lo gatos sin cola no van al cielo, se dice la narradora del ensayo de Virginia Woolf, las mujeres que vivieron en el tiempo de Shakespeare, tampoco pudieron escribir como lo hizo él. ¿Si Shakespeare hubiera tenido una hermana llamada Judith, habría podido escribir las obras de su hermano?

Shakespeare aprendió latín en la escuela secundaria, y tuvo la fortuna de leer a Virgilio, Ovidio, Horacio…, y estudiar gramática y lógica. Vivió una juventud aventurera, y se fue a Londres en busca de fortuna después de tener un hijo. Le gustaba el teatro, eso estaba claro. Fue actor, autor, tuvo éxito, y se convirtió en el amo del mundo. ¿Qué hubiera podido hacer su hermana? Sus padres la querrían, faltaría más, pero pensarían en casarla con el hijo de un rico comerciante de la localidad. Como Judith estaría enamorada de la “musicalidad” de las palabras, se marcharía de su casa (pudo haberlo hecho, sin duda), iría también a Londres, querría trabajar en el teatro, pero nadie la contrataría. Lo más que podría lograr sería quedarse preñada de un autor, un actor o un director... Y moriría sin pena ni gloria.
          
Cualquier mujer “artista” en el siglo XVI se hubiera vuelto loca de vivir algo parecido, o incluso se habría suicidado, aunque es posible que también les ocurriera a muchos hombres. A todo ello habría que añadir el sentido de la castidad que tenían que guardar las mujeres en esa época (y en la propia época que le tocó vivir a Virginia Woolf, incluso años después en la época de Franco en España, por poner otras comparaciones).

            Llegamos a uno de los puntos clave del estudio de Virginia Woolf: escribir una obra genial es una proeza de gran dificultad. Todo está en contra de ello: los perros ladran, la gente grita, hay que ganar dinero, la salud falla cuando menos se espera... El mundo no te pide que realices ninguna obra, y tampoco una obra maestra. Si sale, es un milagro. En el caso de la mujer (no el de Carlyle, Keats, Flaubert, asegura Virginia Woolf) estaríamos ante un doble milagro. Ya no sería: “escribe si quieres, que a mí me da igual”, dirigiéndose al hombre, sino “¿escribir, para qué?”, dirigido a las mujeres.

            Poco después nos detenemos (ya en el capítulo 4) en mujeres escritoras que sacaron a la luz el “odio” al poder del hombre, porque tal vez no pudieron hacer otra cosa, como le ocurrió a Lady Winchilsea. ¿Y qué decir de la amiga de Lamb, Margaret of Newcastle, que escribió sobre su situación de intelectual marginada, antes de caer en los brazos de la locura? Así llegamos hasta Behn, un pilar fundamental en esta historia sobre los derechos de las mujeres, una mujer de clase media que se tuvo que ganar la vida con su ingenio, y trabajar con los hombres de igual a igual. Demostró que podía ganarse la vida escribiendo, quizás porque, después de todo, el dinero dignifica lo que es frívolo si no está pagado.

            Jane Austen, las hermanas Brontë, George Eliot..., fueron mujeres que abrieron el camino a otras muchas, algo similar a lo que ocurrió siglos atrás con los hombres que se dedicaban al arte. La primera de las autoras citadas por Woolf, por ejemplo, escribió sin odio, sin amargura, sin temor, sin protestas, sin sermones..., y algo similar le ocurrió a su modo a Charlotte Brontë, otra mujer que tampoco quiso ser encorsetada en su época.

A través de este razonamiento, llegamos a una primera conclusión: las mujeres escriben como escriben las mujeres, no como lo hacen los hombres.

En el capítulo 5, la autora llega a la estantería de los autores vivos. A esa altura del tiempo, las mujeres ya escribían de todo, y usaban la literatura como un arte (casi autobiográfico) que terminaría convirtiéndose en un medio de expresión. Ahora el planteamiento tiene que ser más severo con las propias escritoras que empezaban a dominar tantos terrenos intelectuales. ¿Por qué las mujeres escritoras creaban heroínas demasiado simples, alejadas de complejidades sentimentales? Es evidente que Virginia Woolf no pretendía caer en la “tonta” y gratuita alabanza de su sexo. Sin embargo, tras mostrarse dura con las escritoras, se pregunta qué ha quedado de tantas mujeres que siempre se han comportado como buenas esposas y buenas madres. Los escritores en general deberían admitir que es más interesante profundizar en el alma de los personajes, ya sean hombres o mujeres, que en el de alguien como Napoleón, por decir algo.

Una segunda conclusión interesante para las mujeres escritoras es que deben escribir olvidándose de que son mujeres, intentando llenar las páginas de esa cualidad sexual que sólo se logra cuando el sexo se ha convertido en algo inconsciente de sí mismo.

En el último capítulo del ensayo nos situamos en el 26 de octubre de 1928, un día en que Londres no piensa precisamente en escribir novelas, ya sean de hombres o mujeres, y tampoco en los escritos de Shakespeare. La protagonista reconoce el esfuerzo que ha hecho en los dos últimos días para separar un sexo de otro, con su influencia sobre la “unidad de la mente”. Lo ideal es que los sexos cooperen. ¿La mente tiene también dos sexos, se pregunta, que se corresponden con los dos sexos del cuerpo que necesitan estar unidos para lograr la satisfacción y la felicidad?  

Este razonamiento le lleva a una tercera conclusión, y es que lo ideal es que existan escritores “andróginos”. Coleridge argumentó que las grandes mentes eran andróginas, y ese tipo de escritores son los que apasionan a Virginia Woolf: Shakespeare, Sterne, Keats, el propio Coleridge... La mujer es ser mujer con algo de hombre, y el hombre es hombre con algo de mujer.

Y de aquí saltamos a la cuarta conclusión: lo que hay que hacer es leer y escribir cuantos más libros mejor. Los libros nos sirven para entender el mundo, y da igual que los hayan escrito una mujer o un hombre.

Continuará…

(Artículo del "Diario Progresista!, publicado el 11 de Febrero del 2011) 

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