viernes, 17 de mayo de 2013

¿Vivimos un nuevo "Tiempo de silencio"? (2)

Luis Martín-Santos era médico y psiquiatra, y eso se notaba en los temas sobre los que escribía: el amor, la muerte, el dolor, el sexo, la soledad... Baroja es el primer nombre que acude a la mente cuando se lee Tiempo de silencio. En sus páginas laten La Busca y El árbol de la ciencia, aunque Martín-Santos ahonda más en sus personajes. Pedro es un tipo más profundo que Hurtado, a pesar de que el personaje de Baroja resulta entrañable.

También toman cuerpo las figuras de Cervantes y Joyce. En su novela Martín-Santos se refiere con elogios al autor del Quijote, y se pregunta cómo es posible que esa novela pudiera ser escrita en un país como España. Con relación al Ulises, tampoco oculta su admiración por la obra, y la considera como la gran novela de la modernidad en lengua inglesa.

No faltan las alusiones literarias y metaliterarias a la Biblia, a la gran literatura inglesa, francesa y alemana del siglo XVIII, a Sartre y Ortega, a las obras clásicas griegas y romanas, a los mejores libros del Renacimiento y el Barroco, si bien en este último caso a veces se dejan caer críticas mordaces.

La erudición de Martín-Santos es manifiesta y la utiliza como una técnica literaria más a la hora de hacer evolucionar la historia.

En Tiempo de silencio se observan aspectos como la “omnisciencia editorial”, con juicios explícitos del narrador sobre Madrid, la ciencia y el arte, o la sociedad en su conjunto; y la “omnisciencia neutral”, con la que se demuestra que el narrador conoce la intimidad de los personajes. También se utiliza, de forma magistral, el monólogo interior.

Martín-Santos defendió el estilo culto frente al llano, la dificultad frente a la sencillez, lo artístico frente a lo periodístico, si bien no pudo eludir cierto hermetismo en su manera de escribir. Usó el “estilo bajo” para los soliloquios de Cartucho y los monólogos de Amador, el “estilo medio” para los diálogos de personajes más cultos, y el “estilo elevado” para los descripciones del narrador.

Son habituales las expresiones latinizantes, con abundancia de prótasis y apódosis, muchos incisos e hipérbatos, como en la conocida descripción de la ciudad de Madrid, donde se pueden leer hasta 27 prótasis y una apódosis final.

En la novela domina la técnica subjetivista. En este tipo de obras se ha producido la desaparición del narrador, que no se dirige al lector especialmente, y deja sólo a los personajes en sus aventuras vitales. Hay también un patente dominio del diálogo, así como el hecho de que no exista un protagonista individual claro. Todo lo contrario se produce en la descripción de ambientes, con la intención de reducir la trama y los aspectos temporales y espaciales.

Como contraste, una obra que refleja, a la perfección, la técnica objetivista es Tormenta de verano, de García Hortelano, publicada también en 1962. La técnica utilizada en esta novela reproduce fielmente el diálogo, a través del cual se capta la moralidad (o incluso amoralidad) de unos amigos que veranean en la costa catalana en una colonia de nuevos ricos. El libro se inicia con una situación dramática; una joven aparece muerta, desnuda, en la playa. El shock provocado por la aparición llevará a Javier, el protagonista, a una continua introspección y a una revisión de sus valores. La novela transcurre lenta, plácidamente, mostrando el entresijo de las relaciones de las parejas que veranean en la urbanización.

El trasfondo del crimen aporta una tensión subyacente leve, pero omnipresente, casi hiperrealista. La resolución del mismo hará que Javier encuentre la calma y que el orden establecido, aunque pleno de hipocresía, vuelva a reinar. Algo similar podría decirse sobre Dos días de septiembre, de Caballero Bonald, y Fin de fiesta, de Goytisolo. 

(Publicado en el Diario Progresista el 17 de mayo de 2013).