Luis Martín-Santos era médico y psiquiatra, y eso se notaba en
los temas sobre los que escribía: el amor, la muerte, el dolor, el sexo,
la soledad... Baroja es el primer nombre que acude a la mente cuando se
lee Tiempo de silencio. En sus páginas laten La Busca y El árbol de la
ciencia, aunque Martín-Santos ahonda más en sus personajes. Pedro es un
tipo más profundo que Hurtado, a pesar de que el personaje de Baroja
resulta entrañable.
También toman cuerpo las figuras
de Cervantes y Joyce. En su novela Martín-Santos se refiere con elogios
al autor del Quijote, y se pregunta cómo es posible que esa novela
pudiera ser escrita en un país como España. Con relación al Ulises,
tampoco oculta su admiración por la obra, y la considera como la gran
novela de la modernidad en lengua inglesa.
No faltan las alusiones literarias y metaliterarias a la Biblia, a la
gran literatura inglesa, francesa y alemana del siglo XVIII, a Sartre y
Ortega, a las obras clásicas griegas y romanas, a los mejores libros
del Renacimiento y el Barroco, si bien en este último caso a veces se
dejan caer críticas mordaces.
La erudición de Martín-Santos es manifiesta y la utiliza como una
técnica literaria más a la hora de hacer evolucionar la historia.
En Tiempo de silencio se observan aspectos como la “omnisciencia
editorial”, con juicios explícitos del narrador sobre Madrid, la ciencia
y el arte, o la sociedad en su conjunto; y la “omnisciencia neutral”,
con la que se demuestra que el narrador conoce la intimidad de los
personajes. También se utiliza, de forma magistral, el monólogo
interior.
Martín-Santos defendió el estilo culto frente al llano, la dificultad
frente a la sencillez, lo artístico frente a lo periodístico, si bien
no pudo eludir cierto hermetismo en su manera de escribir. Usó el
“estilo bajo” para los soliloquios de Cartucho y los monólogos de
Amador, el “estilo medio” para los diálogos de personajes más cultos, y
el “estilo elevado” para los descripciones del narrador.
Son habituales las expresiones latinizantes, con abundancia de
prótasis y apódosis, muchos incisos e hipérbatos, como en la conocida
descripción de la ciudad de Madrid, donde se pueden leer hasta 27
prótasis y una apódosis final.
En la novela domina la técnica subjetivista. En este tipo de obras se
ha producido la desaparición del narrador, que no se dirige al lector
especialmente, y deja sólo a los personajes en sus aventuras vitales.
Hay también un patente dominio del diálogo, así como el hecho de que no
exista un protagonista individual claro. Todo lo contrario se produce en
la descripción de ambientes, con la intención de reducir la trama y los
aspectos temporales y espaciales.
Como contraste, una obra que refleja, a la perfección, la técnica
objetivista es Tormenta de verano, de García Hortelano, publicada
también en 1962. La técnica utilizada en esta novela reproduce fielmente
el diálogo, a través del cual se capta la moralidad (o incluso
amoralidad) de unos amigos que veranean en la costa catalana en una
colonia de nuevos ricos. El libro se inicia con una situación
dramática; una joven aparece muerta, desnuda, en la playa. El shock
provocado por la aparición llevará a Javier, el protagonista, a una
continua introspección y a una revisión de sus valores. La novela
transcurre lenta, plácidamente, mostrando el entresijo de las relaciones
de las parejas que veranean en la urbanización.
El trasfondo del crimen aporta una tensión subyacente leve, pero
omnipresente, casi hiperrealista. La resolución del mismo hará que
Javier encuentre la calma y que el orden establecido, aunque pleno de
hipocresía, vuelva a reinar. Algo similar podría decirse sobre Dos días
de septiembre, de Caballero Bonald, y Fin de fiesta, de Goytisolo.
(Publicado en el Diario Progresista el 17 de mayo de 2013).