Los veranos de mi adolescencia
estuvieron acompañados por la música de las óperas de Wagner que se
emitían por radio desde Wayreuth, el famoso teatro que le construyó el
rey "loco". Pasé varios veranos en la sierra de Gredos, y, como la
cobertura era mala, tenía que subir a una pequeña montaña cercana a mi
casa para sintonizar bien la radio. Las hormigas y otros bichos se me
metían por las sandalias, pero era inevitable. El Teatro Real de Madrid
estaba reconvertido en un auditorio porque, por lo visto, al dictador no
le gustaba la ópera, y el Liceo de Barcelona quedaba un poco lejos de
mi casa.
Confieso que, durante
muchos años, sólo presté atención a la música, arrebatada y romántica de
"Rienzi", "El holandés errante", "Tannhauser" y "Lohengrin". Me dejé
llevar por la variedad cromática y apabullante de "El anillo de los
nibelungos", el poema de amor y muerte que representa "Tristán e
Isolda", la gracia contrapuntística de "Los maestros cantores" y el
misticismo de "Parsifal". Sin embargo, con el tiempo comprendí que
Wagner había creado algunas de las alegorías más terribles de la
historia del arte y, por tanto, de la humanidad.
He visto, recientemente, en video la conocida tetralogía, en una versión grabada en el Metropolitan de Nueva York, bajo la dirección de James Levine, y he podido constatar una vez más que ese oro robado a las hijas del Rin -transformado después en un anillo mágico- es una metáfora que se puede aplicar a la situación que vivimos en estos momentos en Occidente.
En la ópera, el mundo se lo disputan los dioses y los nibelungos, personificados en Wotan y Alberich. El primero desea construirse una fortaleza donde vivir con su mujer y el resto de dioses, y necesita dinero para pagarla (se la encarga a dos gigantes), mientras que el segundo se empeña en seducir a las ondinas que viven en el río guardando el tesoro. El pobre no comprende que es muy feo, y ellas se burlan de él. ¿Qué es lo que hace para vengarse? Lo que tanta gente que es fea sobre todo por dentro: renunciar al amor y robar el oro. Del oro saldrá el famoso anillo gracias al trabajo de otro nibelungo, Mime. Poco después Wotan robará el oro para pagar su fortaleza, pero la maldición estará echada por parte del enano Alberich: quien lleve el anillo acabará muriendo.
Esto le ocurrirá al primer gigante, Fasolt, que será asesinado por su propio hermano, Fafner, para quedarse con el oro. Después Fafner se convertirá en dragón y guardará el anillo en una cueva, hasta que llegue el héroe, Sigfrido, y le atraviese con su espada. El propio héroe morirá a manos de Hagen, el hijo de Alberich, y, por último, la propia protagonista de este drama, Brunilda, deberá inmolarse con el anillo en el dedo para que el oro vuelva al Rin.
Hasta aquí un resumen mínimo de una obra que dura más de 12 horas. No obstante, sirve para comentar el objetivo de este artículo. El anillo de los nibelungos posee una música ardiente, bellísima, gigantesca, pero además es una metáfora sobre el poder y el dinero. En la actualidad existe un patológico culto al dinero. El ser humano se pasa la vida trabajando para acumular dinero, y al final comprende que ni siquiera tiene tiempo para gastarlo (bueno, supongo que no todo el mundo se apercibe de ello). No es que el hecho de desear el "anillo" siempre conduzca a la muerte, como en la obra de Wagner, pero sí que lleva a perder miserablemente el tiempo.
Y ya se sabe que el tiempo es oro.
(P.D. Escuchar y ver la obra completa es una delicia de los ángeles, que habría que hacer al menos una vez en la vida).