Las obras que se representaban en el interior de los templos,
autos de Navidad y sacramentales, comenzaron a salir al exterior, y el
teatro moderno fue sumando las características que lo definirían con el
paso del tiempo. Moratín menciona las grandes composiciones de
Garcilaso, y lamenta que no se escribiera de esa forma, lo que llevó a
las autoridades a sacrificar "lo útil por lo necesario".
Es el momento de que el autor se detenga en Lope de
Rueda, al que admira, y del que dice que “antes de la mitad del siglo
XVI apareció en los teatros de su patria como ingenioso autor y gracioso
representante”. Lo suyo fueron pequeños dramas de tres o cuatro
personas con una acción y un lenguaje muy sencillos, junto a caracteres
naturales y populares. Sus obras más largas no le merecieron el mismo
aprecio, porque imitaba en exceso a los italianos.
Juan de Timoneda fue su amigo y editor de sus obras, y le imitó en
algunas piezas en prosa (las escritas en verso no le gustaban a
Moratín). También se refiere a Alonso de la Vega, representante y autor
de compañía, que tuvo cierto éxito en su época con las tres comedias que
se conservaban de él, pero Moratín ponía en duda su calidad. No
obstante, estos comentarios le sirven para añadir que había otros
imitadores de este tipo de obras. Lo que no hace Moratín, no obstante,
es prestar atención a la vida y aportaciones de los autores que va
nombrando, ni siquiera para referirse a las grandes aportaciones
técnicas y teóricas del Cancionero de Juan del Encina o la Propalladia
de Torres Naharro.
Sí tiene un hueco en su estudio el caso de la escenografía, así como
de otros elementos esenciales de la representación. “Las compañías
cómicas vagaban por todas las provincias entreteniendo al pueblo con sus
comedias, tragedias, tragicomedias, églogas, coloquios, diálogos,
pasos, representaciones, autos, farsas y entremeses; que todas estas
denominaciones tenían las piezas dramáticas que se escribieron entonces”
(p. 44).
La escenografía no acompaña a la representación, debido a su
considerable retraso, entre otras cosas porque no existían los teatros
permanentes, y los actores deambulaban de un sitio a otro sin
comprometerse con el lugar. Por otro lado, según Moratín las
representaciones religiosas seguían siendo, a veces, grotescas, algo que
mejoró tras un concilio celebrado en Toledo en los años 1565 y 1566.
Poco a poco los dramas sagrados fueron desapareciendo de los templos, y
los manuscritos destruidos. Con ello los teatros públicos recibieron un
nuevo impulso.
El “inventor de los teatros” fue Naharro, en torno a 1570, al
introducir decoraciones pintadas y movibles según lo pidiera el
argumento de la obra. Además, “mudó el sitio de la música, aumentó los
trages, hizo varias alteraciones en las figuras de la comedia, puso en
movimiento las máquinas, imitó las tempestades, y animó sus fábulas con
el aparato estrepitoso de combates y ejércitos” (p. 48), algo que
tampoco gustaba demasiado a Moratín, por su desmesura.
Él pone como ejemplos adecuados las obras de Gerónimo Bermúdez y
Pérez de Oliva. Otro autor, Malara, no le convencía, y prefería a un
discípulo de este, Juan de la Cueva. Con las creaciones de unos y otros
se fueron confundiendo los géneros cómico y trágico, con todo tipo de
composiciones líricas y una cierta desatención de la parte dramática.
En este punto llegó Cervantes, muy crítico con la forma de
representar las obras, y que, a pesar de su prodigiosa pluma, tampoco
sirvió para engrandecer el género al tratar de acomodarse al gusto del
público, como también ocurriría con otros creadores como “Cetina,
Virués, Guevara, Lupercio de Argensola, Artieda, Saldaña, Cozar,
Fuentes, Ortiz, Berrio, Loyola, Mejía, Vega, Cisneros, Morales, y un
número infinito de poetas de menor celebridad, que florecieron en
Castilla, Andalucía y Valencia” (p. 51).
En esta época se construyeron los dos primeros corrales de comedia en Madrid,
el de la Cruz (1579) y el del Príncipe (1582), donde se empezaron a
representar las elegantes y esenciales obras de Lope. Moratín ensalza
las cualidades del teatro de este último, pero también censura sus
excesos, como también comentará de Calderón.
Tras aportar a la escena española de su época dos obras fundamentales
como El sí de las niñas y La comedia nueva o el café, que mezclaban el
entretenimiento con el evidente didactismo, Moratín sintió la necesidad
de buscar el origen del teatro español, como una forma de justificar su
propio trabajo, y el de los grandes autores que le habían antecedido
como Lope, Cervantes y Calderón. La época romántica se acercaba, y esta
idea de las raíces se convertiría en alguna habitual en la mayoría de
los autores europeos del momento. Los propios autores y espectadores
extranjeros empezaban a necesitar de esos estudios.
Moratín repasa las obras sagradas relativas a la Biblia, creadas y
representadas por los clérigos en las iglesias y catedrales, y se acerca
tímidamente a la eclosión del teatro tal como lo entendemos en la
actualidad, justo en el momento en que las obras salen al exterior de
los templos y empiezan a “pasear” por los caminos y los pueblos. Sin
mencionar a algún autor significativo como Lucas Fernández (y apenas al
portugués Gil Vicente), así como las poéticas más significativas de Juan
del Encina (que siempre denomina “de la” Encina) y Torres Naharro,
prepara el camino a la obra de Cervantes y Lope con la relación y
descripción de algunas de las obras esenciales del teatro prelopista
español.
(Publicado en el Diario Progresista el 3 de mayo de 2013).