En estos tiempos de capitalismo salvaje e individualismo
colectivo, ser un perdedor no tiene buena prensa; quizá no la haya
tenido nunca. El ser humano necesita mensajes positivos, sentirse
superior al resto de animales, demostrar que puede cambiar el mundo con
sus acciones y decisiones.
Desde pequeños se nos
educa para “derrotar” a los otros, para ser más fuertes que ellos.
Recuerdo que en una clase de Gimnasia del colegio el profesor formó
parejas para que lucháramos cuerpo a cuerpo entre nosotros y demostrar a
los demás que éramos los más fuertes. A mí me tocó enfrentarme, en
primer lugar, contra un muchacho enclenque, más delgado y bajito que yo,
al que se podía derrotar sin dificultad. Al encararnos, me miró con una
expresión de súplica, casi de miedo o de dolor. Asumía la derrota
anticipadamente, pero me pedía con los ojos que no le hiciera daño.
Estuve a punto de decir al profesor que no quería luchar, que aquello
era absurdo y no tenía nada que ver con una clase.
Mientras daba vueltas
a esos pensamientos, mi compañero se abalanzó sobre mí y me tiró a la
colchoneta. Luego forcejeamos un poco, le fijé al suelo y pasé a la
siguiente “pelea”.
Esta vez mi rival fue un chaval un poco más fuerte que el anterior, y
nada más cogernos por los brazos me dejé vencer. Aún no he olvidado las
risas de mis compañeros (en aquel colegio sólo había chicos). Quizá me
llamaran “gallina”, algo habitual en la época, aunque no lo recuerdo.
Las burlas duraron varios días, e incluso los muchachos de otros cursos
me señalaban con el dedo cuando me veían por las escaleras o antes de
entrar a clase.
Unos días después tuve ocasión de enfrentarme con el chico que me
había “vencido”, pero fue a la puerta del colegio, en la calle. Se
estaba riendo, en compañía de otros, de Alberto Rodríguez, un chaval muy
tímido y algo tartamudo que no hablaba con nadie, salvo conmigo y otro
chico del colegio. El caso es que me dirigí a él, le pegué un empujón y
le tiré al suelo, con tan mala fortuna que se dio un golpe en la cabeza
y se hizo un chichón que le duró varios días.
Al día siguiente el profesor de Gimnasia me castigó, y me tuvo
durante dos semanas de cara a la pared, de rodillas y con los brazos en
cruz. No lo hacía para recriminarme mi acción en la calle, sino por
haberme dejado vencer en su clase.
(Publicado en el Diario Progresista el 14 de junio de 2013)
No hay comentarios:
Publicar un comentario