viernes, 14 de junio de 2013

Elogio de los perdedores

En estos tiempos de capitalismo salvaje e individualismo colectivo, ser un perdedor no tiene buena prensa; quizá no la haya tenido nunca. El ser humano necesita mensajes positivos, sentirse superior al resto de animales, demostrar que puede cambiar el mundo con sus acciones y decisiones.

Desde pequeños se nos educa para “derrotar” a los otros, para ser más fuertes que ellos. Recuerdo que en una clase de Gimnasia del colegio el profesor formó parejas para que lucháramos cuerpo a cuerpo entre nosotros y demostrar a los demás que éramos los más fuertes. A mí me tocó enfrentarme, en primer lugar, contra un muchacho enclenque, más delgado y bajito que yo, al que se podía derrotar sin dificultad. Al encararnos, me miró con una expresión de súplica, casi de miedo o de dolor. Asumía la derrota anticipadamente, pero me pedía con los ojos que no le hiciera daño. Estuve a punto de decir al profesor que no quería luchar, que aquello era absurdo y no tenía nada que ver con una clase.

Mientras daba vueltas a esos pensamientos, mi compañero se abalanzó sobre mí y me tiró a la colchoneta. Luego forcejeamos un poco, le fijé al suelo y pasé a la siguiente “pelea”.

Esta vez mi rival fue un chaval un poco más fuerte que el anterior, y nada más cogernos por los brazos me dejé vencer. Aún no he olvidado las risas de mis compañeros (en aquel colegio sólo había chicos). Quizá me llamaran “gallina”, algo habitual en la época, aunque no lo recuerdo. Las burlas duraron varios días, e incluso los muchachos de otros cursos me señalaban con el dedo cuando me veían por las escaleras o antes de entrar a clase.

Unos días después tuve ocasión de enfrentarme con el chico que me había “vencido”, pero fue a la puerta del colegio, en la calle. Se estaba riendo, en compañía de otros, de Alberto Rodríguez, un chaval muy tímido y algo tartamudo que no hablaba con nadie, salvo conmigo y otro chico del colegio. El caso es que me dirigí a él, le pegué un empujón y le tiré al suelo, con tan mala fortuna que se dio un golpe en la cabeza y se hizo un chichón que le duró varios días.

Al día siguiente el profesor de Gimnasia me castigó, y me tuvo durante dos semanas de cara a la pared, de rodillas y con los brazos en cruz. No lo hacía para recriminarme mi acción en la calle, sino por haberme dejado vencer en su clase.

(Publicado en el Diario Progresista el 14 de junio de 2013)

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