He vuelto a pasar por delante del café librería que inspiró uno de
mis cuentos. El lugar está cerrado. En la fachada ya no se encuentran
los letreros de "café" y "librería".
A pesar de que las librerías
están dejando de existir en todas las ciudades, supongo que siempre
podremos encontrarnos entre las páginas de un libro.
Este es el cuento:
"Acabo de traducir dos libros del francés. Gracias a las traducciones y a los pocos ahorros que me quedan de mi estancia en la Universidad Claude Bernard de Lyon mantengo en pie este negocio.
Una tarde entré por casualidad a tomar un café en un lugar que me pareció tan literario como decadente, y en seguida supe que allí estaría a gusto. Era un café librería donde no se vendían best-sellers. La dueña rondaba los cuarenta años. Era guapa, delgada, con poco pecho y mucha cultura. Las primeras veces me senté en un sillón azul y solo nos dirigimos la palabra de forma protocolaria, para pedir la consumición, pagar la cuenta y llevarme algún libro que otro. Un día empezamos a hablar abiertamente de literatura. Como no había más clientes me dijo que la acompañara al patio, donde podría fumar. Comentamos cosas de Proust y de ahí pasamos a Camus y Yourcenar.
Cada vez nos mirábamos a los ojos con más intensidad.
Se levantó para atender a un cliente y cerró la puerta con llave. Regresó con las “Memorias de Adriano” traducidas por Cortázar y puso el libro encima de la mesa. Seguimos hablando de la escritora belga mientras ella no dejaba de fumar. En la siguiente media hora se levantó tres veces más y en todos los casos volvió a echar la llave. Este extraño comportamiento me estaba convenciendo de que me quería seducir.
Cuando regresó yo no estaba. No podía haber salido del patio, se dijo, era imposible. Aun así buscó por todos los rincones del café, en el aseo, incluso en la habitación del fondo donde en ocasiones se quedaba a dormir. Desesperada regresó al patio. Encendió otro cigarrillo, abrió el libro de Yourcenar y pasó las hojas con rapidez.
Me encontró en la página 51".
"Acabo de traducir dos libros del francés. Gracias a las traducciones y a los pocos ahorros que me quedan de mi estancia en la Universidad Claude Bernard de Lyon mantengo en pie este negocio.
Una tarde entré por casualidad a tomar un café en un lugar que me pareció tan literario como decadente, y en seguida supe que allí estaría a gusto. Era un café librería donde no se vendían best-sellers. La dueña rondaba los cuarenta años. Era guapa, delgada, con poco pecho y mucha cultura. Las primeras veces me senté en un sillón azul y solo nos dirigimos la palabra de forma protocolaria, para pedir la consumición, pagar la cuenta y llevarme algún libro que otro. Un día empezamos a hablar abiertamente de literatura. Como no había más clientes me dijo que la acompañara al patio, donde podría fumar. Comentamos cosas de Proust y de ahí pasamos a Camus y Yourcenar.
Cada vez nos mirábamos a los ojos con más intensidad.
Se levantó para atender a un cliente y cerró la puerta con llave. Regresó con las “Memorias de Adriano” traducidas por Cortázar y puso el libro encima de la mesa. Seguimos hablando de la escritora belga mientras ella no dejaba de fumar. En la siguiente media hora se levantó tres veces más y en todos los casos volvió a echar la llave. Este extraño comportamiento me estaba convenciendo de que me quería seducir.
Cuando regresó yo no estaba. No podía haber salido del patio, se dijo, era imposible. Aun así buscó por todos los rincones del café, en el aseo, incluso en la habitación del fondo donde en ocasiones se quedaba a dormir. Desesperada regresó al patio. Encendió otro cigarrillo, abrió el libro de Yourcenar y pasó las hojas con rapidez.
Me encontró en la página 51".
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