Ayer empezaron las clases de este segundo cuatrimestre. Fue un día lluvioso y con mucho viento. En un descanso me fui a tomar un café cerca de la casa de Vicente Aleixandre, que esperemos que pronto se convierta en la Casa de la Poesía, como nos dijo Javier Lostalé el otro día a los tertulianos en Casa Manolo. De improviso escuché una conversación entre cuatro o cinco jóvenes que se encontraban en la cafetería detrás de una columna. Una de ellas dijo "¿En qué mes creéis que nacen los hombres más guapos?" Sus amigas se rieron y, tras unos instantes en silencio, la muchacha dijo que había leído un estudio estadounidense que afirmaba que los más guapos nacen en los meses de febrero, abril y agosto. Me quedé pensativo, como en esta fotografía que me saqué por la tarde en la cafetería de Filosofia de la Complutense. ¿Dónde quedaré yo, que soy de 29 de febrero, me pregunté? ¿Podré formar parte del grupo de febrero o estaré en el limbo cada cuatro años? Pagué el café y salí a la calle. Continuaba lloviznando lentamente y me pareció que era una mañana romántica y melancólica, en toda su hermosura, como la de por la tarde cerca de las esculturas de piedra de Ortega y Omar Kayam, intemporales. Como la de hoy, cuando para mí amanece con Rachmanivov, el gran posromántico, y escucho la misma sinfonía que escuché el domingo por la mañana en el Auditorio Nacional. En algún momento se me saltaron las lágrimas:
¿La felicidad puede ser bisiesta?
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