jueves, 14 de abril de 2016

El otro día me leyeron la mano en un pueblo de Gran Canaria con una preciosa catedral neogótica.

Y me dijeron que tengo una salud de hierro y voy a vivir hasta aburrirme (también me hablaron mucho de amor, pero esa es otra historia, interesantísima, por cierto). Yo sonreí, como es obvio, y luego pensé que debía tocar madera para no sentirme atrapado por el "spleen" de Baudelaire.

Recuerdo la primera vez que compré en París "Las flores del mal", en francés, en una librería que todavía existe en la Rive Gauche. Mi percepción de la poesía cambió de golpe. Creo que maduré en un par de horas con aquellas páginas de color amarillo. Unos pocos años antes había descubierto la Novena de Mahler y a Maurice Béjart, el perro andaluz de Buñuel, el cine de Bressons y de Tarkovsky, el teatro de Valle, las odas de Pound y las novelas de Faulkner. Y lo mejor es que entendí que me quedaban cientos de mundos posibles por explorar.

Desde luego estando tú sobre la tierra el "spleen" es imposible.