Tengo que enviar unos correos electrónicos a mis alumnos y no hay
Wifi en varios kilómetros a la redonda. Un camarero me dice que pruebe
en la pequeña biblioteca pública. Y así lo hago. Entro y está llena de
gente, sobre todo de alemanes e ingleses.
Me siento en la zona
infantil, aunque las sillas de colores son minúsculas. Al poco rato
aparece ella. Camina de forma extraña, se dirige a mi mesa y se sienta.
Debe de rondar los veinte años, lleva el pelo recogido en una coleta,
viste dos camisetas de algodón y un vaquero ajustado. Le pregunto por
qué se sienta tan cerca y me dice que le ha parecido que yo soy un
escritor debido a mi aspecto -vestido de negro de arriba abajo-, y
siente curiosidad por lo que pueda escribir en el ordenador. En los
siguientes minutos la miro de soslayo varias veces. Siempre tiene la
mirada perdida, como si estuviera en otro mundo. Poco después se acerca
la encargada de la biblioteca y le dice que no me moleste. Ambos
sonreímos y negamos con la cabeza, pero ella se levanta y comienza a
buscar entre los libros infantiles. Coge uno y se sienta no muy lejos de
mí.
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