Ayer volví a probar la "magdalena" de Proust mientras escuchaba a un
tipo tocar "Oblivion" de Piazzola al acordeón, junto al mar. Después no
me quité esa música de la cabeza en buena parte del día.
Era como si volviera a bailar aquel tango después de tantos años,
también al borde del mar. Swann podía haberme dicho que me detuviera,
pero prefirió mostrarse reservado, como si la infidelidad de Odette de
Crécy no fuera con él. Aún no era el
tiempo de su hija y de las muchachas en flor. Gilberte o el amor
infantil que perdura más allá de la muerte, en medio de la tierra blanca
de la memoria. Los Campos Elíseos están ahora muy lejos como lo estaban
para Marcel o el propio Proust, escuchando la frase que salía de lo más
profundo de su conciencia. Sus amores, Albertine, Orianne de
Guermantes, la misma Odette y su hija Gilberte se confunden para siempre
con la silueta delicada de la niña que le descubrió el placer, el dolor
y los misterios del amor.
Acaricio su pelo, ella se aprieta a mí. Bailamos con los ojos cerrados.
Tal vez sea la sala de fiestas la que gire. La música no se detiene y
los recuerdos se deslizan a través de unos cuerpos sumergidos en el mar.
Nos hundimos en la espuma de las olas y de vez en cuando salimos a la
superficie para respirar.
Oblivion, j'oublie, olvido.
Oblivion, j'oublie, olvido.
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