"Esa noche su sangre se
transformó en energía femenina y masculina, una especie de vino que se
bebieron la luna y el sol, y eliminó las arrugas de su rostro y de su
vientre. Desconocía cuánto tiempo había estado tumbada, desnuda, sin
dejar de sudar. El camisón, arrugado y sucio, se había caído al suelo.
Su cabeza giraba como una noria sin control, pero aun así encendió la
radio. Había dormido toda la tarde y toda la noche. Se tomó una aspirina
y un café, y se encontró mejor. El rostro de Sergio se hinchaba en su
mente como un gigantesco neumático de automóvil, y hasta oía su vasto e
inmenso deseo de aplastar el universo con su fuerza. Había sangre en la
sábana. Se llevó la mano a la frente, y no sintió las décimas de fiebre
que demolían las paredes de su conciencia. Trató de calmarse con un
segundo café, y después buscó sin éxito un paquete de cigarrillos. De lo
más hondo de su corazón salió una sonrisa dirigida a las manchas
fugaces, como su regla interminable; era una sonrisa enferma, a un paso
del delirio. O se había vuelto loca, y veía visiones, o la sinrazón
cegaba sus pupilas con los rasgos de ese crío. Se encerró en el cuarto
de baño. Tocaba su cuerpo, pero no le pertenecía, intentaba limpiarlo,
pero nuevas carcajadas se desplomaban en las esquinas de su garganta. Se
vistió, y se sentó otra vez en la cama. Las paredes de la habitación se
le caían encima. No podía permanecer más tiempo allí dentro, no tenía
ningún sentido, tenía que fumar y pensar. Necesitaba explicarse qué
había ocurrido con su cuerpo y, más que nada, con su mente (con el deseo
de su mente). Se dirigió al restaurante de Princesa. Las calles estaban
vacías; los barrenderos las limpiaban con cuidado, como si fueran
suyas, confiriendo a su trabajo una dignidad manifiesta. Por los arcos
de Moncloa se movía un camión del Ayuntamiento tratando de quitar con
alocados chorros de agua la grasa de los coches. Tuvo que esperar unos
minutos sentada en un banco hasta que abrieran el restaurante. Después
de empujar la puerta de cristal, se dirigió como una autómata hacia la
máquina de tabaco. La cafetera aún no estaba preparada, y apuró dos
vasos de agua para apaciguar el resquemor de su garganta. Unos minutos
después se bebió un café solo de un trago, y comenzó a fumar casi
temblando. Por fin, empezó a encontrarse mejor. ¿Qué es lo que tenía que
hacer, se preguntó mirando a la calle, volver a la librería y
declararle su amor? Sergio no era más que un ególatra cuyo único afán
consistía en mantener vivo su mundo. ¿Acaso podía considerarse una de
sus amigas? ¿Qué podía aportarle a esas alturas de su vida? ¿No sería
para él un sucedáneo de su padre, o de esa madre de la que le daba miedo
hablar? Entonces, ¿por qué le había besado y acariciado? Era deseo, por
supuesto, todavía podía despertar deseo en un hombre... La librería era
el centro del mundo para un grupo de personas, y empezaba a serlo para
ella por culpa de un muchacho de veintitantos años. Todo ello saltando
de una casilla a otra en el juego. Sergio Barrios, Miguel Ángel Andés,
Raúl Torres, Albertina Duarte, María José Castillo, Pepe Utrera, Elena
Estrada, Dominic Yanes, Magda Rubio, Anselmo Xiles (...) ¿En qué casilla
de la rayuela colocarían Oliveira, o Cortázar, ese interés por
recuperar la alegría? ¿Ella también podría ser feliz por encima de todo?
Ser feliz con la pasión agitando sus sentidos. Pero, ¿qué sabía ella de
Sergio? Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo
que te parte los huesos y te deja estoqueada en mitad del patio...
¡Estoqueada en mitad del patio! Como si ella tuviera derecho a
reprocharle nada a nadie, ni siquiera a Cortázar. Podía repetir la edad
de los filósofos griegos. Sócrates había vivido sesenta años,
Aristóteles lo había hecho sesenta y tres, Anaxágoras setenta y dos,
Pitágoras ochenta o noventa, Platón ochenta y uno, Diógenes noventa,
Demócrito cien o ciento nueve... Su inocencia se perdía en un día
interminable en compañía de un crío (...)
("Las mentiras
inexactas", 2012, Izana, Madrid, pp. 106-109. Nora Acosta es una
profesora de literatura de la Complutense de cincuenta y tantos años que
se enamora de su alumno Sergio Barrios, un librero de la plaza Santa
Ana de Madrid. Es el único capítulo de la novela sin puntos y aparte. La
foto es de la presentación en las Cuevas de Sésamo de Madrid, que
hicieron el crítico del Cultural del ABC Juan Ángel Juristo y la
escritora y profesora Fanny Rubio que me dio clase de poesía
contemporánea en la Complutense).
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