miércoles, 18 de octubre de 2017

"Descripción de una mujer enamorada".

"Esa noche su sangre se transformó en energía femenina y masculina, una especie de vino que se bebieron la luna y el sol, y eliminó las arrugas de su rostro y de su vientre. Desconocía cuánto tiempo había estado tumbada, desnuda, sin dejar de sudar. El camisón, arrugado y sucio, se había caído al suelo. Su cabeza giraba como una noria sin control, pero aun así encendió la radio. Había dormido toda la tarde y toda la noche. Se tomó una aspirina y un café, y se encontró mejor. El rostro de Sergio se hinchaba en su mente como un gigantesco neumático de automóvil, y hasta oía su vasto e inmenso deseo de aplastar el universo con su fuerza. Había sangre en la sábana. Se llevó la mano a la frente, y no sintió las décimas de fiebre que demolían las paredes de su conciencia. Trató de calmarse con un segundo café, y después buscó sin éxito un paquete de cigarrillos. De lo más hondo de su corazón salió una sonrisa dirigida a las manchas fugaces, como su regla interminable; era una sonrisa enferma, a un paso del delirio. O se había vuelto loca, y veía visiones, o la sinrazón cegaba sus pupilas con los rasgos de ese crío. Se encerró en el cuarto de baño. Tocaba su cuerpo, pero no le pertenecía, intentaba limpiarlo, pero nuevas carcajadas se desplomaban en las esquinas de su garganta. Se vistió, y se sentó otra vez en la cama. Las paredes de la habitación se le caían encima. No podía permanecer más tiempo allí dentro, no tenía ningún sentido, tenía que fumar y pensar. Necesitaba explicarse qué había ocurrido con su cuerpo y, más que nada, con su mente (con el deseo de su mente). Se dirigió al restaurante de Princesa. Las calles estaban vacías; los barrenderos las limpiaban con cuidado, como si fueran suyas, confiriendo a su trabajo una dignidad manifiesta. Por los arcos de Moncloa se movía un camión del Ayuntamiento tratando de quitar con alocados chorros de agua la grasa de los coches. Tuvo que esperar unos minutos sentada en un banco hasta que abrieran el restaurante. Después de empujar la puerta de cristal, se dirigió como una autómata hacia la máquina de tabaco. La cafetera aún no estaba preparada, y apuró dos vasos de agua para apaciguar el resquemor de su garganta. Unos minutos después se bebió un café solo de un trago, y comenzó a fumar casi temblando. Por fin, empezó a encontrarse mejor. ¿Qué es lo que tenía que hacer, se preguntó mirando a la calle, volver a la librería y declararle su amor? Sergio no era más que un ególatra cuyo único afán consistía en mantener vivo su mundo. ¿Acaso podía considerarse una de sus amigas? ¿Qué podía aportarle a esas alturas de su vida? ¿No sería para él un sucedáneo de su padre, o de esa madre de la que le daba miedo hablar? Entonces, ¿por qué le había besado y acariciado? Era deseo, por supuesto, todavía podía despertar deseo en un hombre... La librería era el centro del mundo para un grupo de personas, y empezaba a serlo para ella por culpa de un muchacho de veintitantos años. Todo ello saltando de una casilla a otra en el juego. Sergio Barrios, Miguel Ángel Andés, Raúl Torres, Albertina Duarte, María José Castillo, Pepe Utrera, Elena Estrada, Dominic Yanes, Magda Rubio, Anselmo Xiles (...) ¿En qué casilla de la rayuela colocarían Oliveira, o Cortázar, ese interés por recuperar la alegría? ¿Ella también podría ser feliz por encima de todo? Ser feliz con la pasión agitando sus sentidos. Pero, ¿qué sabía ella de Sergio? Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estoqueada en mitad del patio... ¡Estoqueada en mitad del patio! Como si ella tuviera derecho a reprocharle nada a nadie, ni siquiera a Cortázar. Podía repetir la edad de los filósofos griegos. Sócrates había vivido sesenta años, Aristóteles lo había hecho sesenta y tres, Anaxágoras setenta y dos, Pitágoras ochenta o noventa, Platón ochenta y uno, Diógenes noventa, Demócrito cien o ciento nueve... Su inocencia se perdía en un día interminable en compañía de un crío (...) 

("Las mentiras inexactas", 2012, Izana, Madrid, pp. 106-109. Nora Acosta es una profesora de literatura de la Complutense de cincuenta y tantos años que se enamora de su alumno Sergio Barrios, un librero de la plaza Santa Ana de Madrid. Es el único capítulo de la novela sin puntos y aparte. La foto es de la presentación en las Cuevas de Sésamo de Madrid, que hicieron el crítico del Cultural del ABC Juan Ángel Juristo y la escritora y profesora Fanny Rubio que me dio clase de poesía contemporánea en la Complutense). 
 
 
 

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