Leo la siguiente frase en el libro de
memorias "Juventud", de J. M. Coetzee, uno de los escritores
contemporáneos que me interesan: "Tener un aspecto excéntrico resulta de
alguna forma distinguido" (Mondadori, 2002, p. 11). El resto del libro
es una especie de "Retrato del artista adolescente", de Joyce, con un
lenguaje menos arriesgado.
Dejo el libro y me lanzo a la piscina.
Mientras nado de espaldas y veo el sol en lo más alto, inmutable,
pienso en la primera vez que me llamaron "excéntrico" en mi vida. Tenía
quince años, en lugar de los diecinueve de Coetzee. Unos compañeros de
clase quedaron para ir al cine, luego a cenar y a ver si conocían
chicas. Yo les dije que no iba. Mi mejor amigo de entonces intentó
convencerme. Me apetece escuchar y entender "El anillo de los
Nibelungos", la tetralogía de Wagner, insistí. (Ya me interesaba la
mitología como explicación del origen del ser humano; con los años
terminé escribiendo una tesis sobre ese tema con la excusa de Haruki
Murakami, Mircea Eliade y James Frazer, entre otros). Los compañeros me
escucharon y dijeron, casi al unísono, que no quería ir con ellos porque
era un excéntrico.
Salgo de la piscina.
Me tumbo en la hamaca. Coetzee dice que en el invierno de Ciudad del Cabo llueve durante semanas seguidas. Aquí el sol continúa en lo alto y solo hay unas gotas de agua sobre el libro.
Salgo de la piscina.
Me tumbo en la hamaca. Coetzee dice que en el invierno de Ciudad del Cabo llueve durante semanas seguidas. Aquí el sol continúa en lo alto y solo hay unas gotas de agua sobre el libro.
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