viernes, 1 de junio de 2018

Carver.

Tras una simpática charla en un instituto de Secundaria donde hablé de mis lecturas de juventud que me llevaron a convertirme en escritor, una alumna me preguntó el otro día por qué había decidido ser escritor, si la mayoría de los escritores que salían en los libros de texto y tenían que estudiar para el examen eran vanidosos, antipáticos, pedantes y egocéntricos, sobre todo los poetas o los que se dicen poetas, con alguna excepción como Machado o Lorca. 

Y además no habían tenido un euro en su vida.

La profesora que me había invitado clavó la mirada en su alumna, después en mí, sonrió ligeramente y esperó a ver lo que se me ocurría responder. Pasaron unos segundos. No suelo tardar en responder a cualquier pregunta que me hagan, pero aquel comentario me había resultado curioso y, desde luego, divertido.
En realidad más que escribir literatura, dije con una sonrisa, lo que siempre me había gustado era vivir dentro de ella. 

Un rato después la profesora y yo nos fuimos a la cafetería del instituto con algunos alumnos. Allí estos me preguntaron por cosas de mi vida privada, que, por supuesto, no contesté. Fue entonces cuando la chica de la pregunta en clase dijo que a ella también le gustaría vivir algún día dentro de la literatura. Esa noche me envió un mail con un cuento que quería que leyera. 

Su estilo me recordó a Carver. 

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? ¿Lo hacemos de las cosas importantes, es decir, de la pareja, los divorcios, las infidelidades, las peleas por la tenencia de los hijos, la fuerza bruta de los hechos o el esplendor perdido de la juventud? De eso hablan los cuentos de Raymond Carver (Oregón, 1938-Washington, 1988), sobre todo los primeros, cortos, duros y directos al corazón.

Como el cuento de aquella alumna que quería vivir dentro de la literatura.

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