¿Qué tendrán en la cabeza todos aquellos que
quieren ser presidentes de gobierno, ministros o cargos de ese estilo en
empresas públicas y privadas, convencidos de que son imprescindibles y
pueden salvar el mundo. Me refiero a los que viven pensando en el poder y
el dinero, como una forma de prosperar, en hacerse famosos y que los
reconozcan por la calle, en ganar premios, dentro del deporte, el cine,
la literatura o actividades similares. Saben que tienen que utilizar
intermediarios para lograrlo (es decir, pagar un precio) y llegar a un
lugar que, por otra parte, no tiene mayor interés, si lo piensan bien.
¿Qué pensarán por la noche, me pregunto a veces, cuando se quedan a
solas y se miran en el espejo real de sus vidas? Los políticos, los
banqueros, los futbolistas, los escritores son intercambiables. Supongo
que también lo saben. Entonces, ¿por qué ese afán por vivir una vida
artificial? Quizá la explicación se encuentre en una simple palabra.
Recuerdo cuando un profesor del colegio nos dijo en clase que la esperanza no es lo último que se pierde, sino la vanidad. Añadió que hay dos cosas que la vanidad nunca podrá entender ni conseguir, la admiración y la sonrisa de un niño.
(La foto es de hace un par de años en la entrega de diplomas en un colegio de Barajas, en Madrid, bajo la mirada sonriente de Carmen Arroba y con mi jersey deshilachado).
Recuerdo cuando un profesor del colegio nos dijo en clase que la esperanza no es lo último que se pierde, sino la vanidad. Añadió que hay dos cosas que la vanidad nunca podrá entender ni conseguir, la admiración y la sonrisa de un niño.
(La foto es de hace un par de años en la entrega de diplomas en un colegio de Barajas, en Madrid, bajo la mirada sonriente de Carmen Arroba y con mi jersey deshilachado).
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