Recorro la ciudad lentamente,
observándolo todo y dejándome llevar por la claridad del cielo. Me
siento en la terraza de un café y pido un té con hielo.
Debo escribir el cuento de mañana y no se
me ocurre nada nuevo. Había pensado hablar de la chica que conocí
durante uno de los veranos de mi adolescencia. Hicimos el viaje juntos
en autocar desde Madrid y ella intentó hablar conmigo, pero yo apenas
dije un par de frases. Nos volvimos a encontrar al día siguiente en la
“presa”, ese enorme charco de agua que forma la garganta que baja de la
sierra. Ella me pidió la bicicleta para dar una vuelta por los
alrededores, pero le dije que no podía dejársela. La necesitaba para ir a
alguna parte que no recuerdo. A veces he pensado en lo que podía haber
ocurrido de haberlo hecho. Quizá habría perdido la timidez que me ha
impedido hacer tantas cosas en la vida, hablando por ejemplo de las
clases, de lo que ambos queríamos estudiar en la universidad, de cine o
de música. Y también es posible que nos hubiéramos visto más veces.
El camarero sitúa la tetera sobre la mesa
y regresa poco después con el hielo. Mi amigo se levanta, me da la mano
y me dice que le encanta que nos hayamos encontrado después de tanto
tiempo. Aún recuerda los veranos que pasábamos en la sierra.
Se gira, echa a andar, pero se vuelve a
los pocos metros. Se le olvidaba decirme que la joven del autocar murió
aquel verano atropellada por un coche.
Conducía la bicicleta de su hermana.
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