En algunos lugares medio escondidos del centro de las ciudades aún puedes encontrarte tiendas donde se mezclan la ropa de cualquier época que ya está pasada de moda porque nunca lo estuvo, carteles de aquellas películas clásicas que se nos quedaronn grabadas en un rincón de nuestra biografía en blanco y negro, e incluso unas mesas con bancos destartalados en un jardín tropical en que puedes tomar un té negro con leche y escribir y leer mientras pasa la tarde como si no pasara la vida. Son esos lugares en los que se detiene el tiempo y existe el deseo de sentirte ser humano y te arropen conversaciones de gentes de todas las edades, como en las fotografías del otro día, para que todavía puedas seguir narrando la vida como se cuenta el génesis de un mito o una leyenda. Soy antimilitarista por definición, filosófica y genéticamente hablando. Nunca he concebido que unas personas maten a otras en defensa de unos valores absurdos, como la patria, el dinero o el poder (¿el poder de qué y para qué), algo que ya he contado en mis novelas "La paz de febrero" y "Entrevías mon amour". He elegido hacer el amor y no la guerra, pasarme media vida haciéndolo. Hacer el amor es bueno para la salud, la física, la mental y la espiritual. La verdad es que las chicas que he conocido a lo largo de mi vida siempre me han sonreído nada más conocerme y querido pasear conmigo hasta sentarse en un banco del parque y tomar una horchata. Después terminábamos sentados en una de esas sillas de las terracitas de los Cafés de París, Madrid o Londres viendo pasar a la gente, sonriendo y besándonos. La otra mitad de mi vida la dedico a escribir, estudiar, viajar y dar clase, lo que he contado en las otras novelas y libros de cuentos (también en los libros científicos que he escrito). Ya te he dicho alguna vez (en el fondo, siempre te lo estoy diciendo a ti) que todo comenzó en la Universidad de California en Berkeley, donde me invitaron a dar clase durante los meses de una primavera de mi juventud. En aquella época las chicas aún llevaban flores en el pelo y Scott McKenzie cantaba el himno por excelencia de los jipis:
Y sabía que te conocería.
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