Ayer quedé a tomar un café en su barrio con mi amigo Pepo Paz Saz, que además de amigo íntimo ha publicado tres de mis libros con su editorial Bartleby. Me apetecía charlar y pasear una mañana con él. Tras hablar de la vida y milagros de cada uno me preguntó si había acabado la novela que llevo escribiendo un montón de años (esto me lo pregunta cada vez que nos vemos). Le dije que no, aunque lo haré algún día. En realidad esa futura novela la vivo a cada instante, como cuando quedo con mis amigos o me meto en el Metro o el autobús o cojo un avión o me tomo un café o miro a la gente o me voy al cine o leo un libro o escucho un concierto e incluso cuando escribo estas "historias mínimas" mientras me tomo el primer café de la mañana y los pájaros cantan en la terraza. Luego me habló de un libro de viajes que ha escrito y va a publicar con Anaya a finales de año. Se refiere a mitos, creencias y supersticiones en España, y me contó algunos. Le gusta una de esas leyendas que proviene del Macizo de Anaga, en el norte de Tenerife, uno de los lugares que más me gustan del mundo, sobre todo cuando las nubes se apoderan de las montañas y parece que la tierra y el cielo sean la misma cosa. Pertenece a aquellos ritos ancestrales previos a la cristianización de la isla con las mujeres que bailaban en narcotizantes y embriagadores aquelarres alrededor de una hoguera. Las llamadas brujas de Anaga, ataviadas con largos y densos ropajes negros, ascendían a la llanura superior del Macizo y se adentraban en el espeso bosque. Un intenso brillo dejaba adivinar el vaivén de las sombras de aquellos cuerpos que danzaban en torno al fuego. Las leyendas no han revelado nunca si en este paraje hubo sacrificios de animales o incluso de humanos, al igual que en otras zonas del territorio canario. El diablo presidía los bailes y se hacían a las doce de la noche. Uno de los bailes que se atribuyen a las brujas es el del gorgojo, que se refiere a la fertilidad. Las mujeres doblaban las puntas de sus enaguas entre las piernas en forma de pantalón y se colocaban en fila y de cuclillas frente a otra hilera de hombres en igual postura, cuya finalidad era la de terminar todos revueltos en el suelo al perder el equilibrio por el aumento de compás que imprimían al baile los músicos.
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Como a mí siempre me han movido más el amor y el deseo y el sexo que las brujas, apuro este café que acaricia mis labios escuchando una canción sobre esos dos Roques o enamorados de Anaga a los que cantan los Sabandeños, y que están al pie del Bailadero:
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