Mi personalidad rebelde (sin causa, como en la película de Nicholas Ray interpretada por James Dean con una cazadora de cuero como en esta fotografía que me hice ayer en la terraza de un Café en esta primavera en otoño), absolutamente libre e independiente me lleva a leer a escritores menos conocidos, que no salen en la televisión ni se encuentran en manos de editoriales y agentes literarios que buscan ganar dinero con el negocio de los libros. La calidad literaria es otra cosa. Todos sabemos que hay una industria alrededor de estos, de la que nos habla el ensayo autobiográfico "Personaje secundario", del editor, traductor y escritor Enrique Murillo (2025, Editorial Trama), un libro que acabo de empezar a leer y de la que hablaré más adelante cuando tenga más avanzadas sus más de 500 páginas.
Pues bien, la frase con la que he comenzado este post se puede leer en la página 26 de una hermosa novela escrita por Letitia Vladislav, "Nada" (2025, Diversidad Literaria), una escritora rumana que vive en Alicante desde hace algunos años y que tengo de amiga en esta red social. Sus personajes me recuerdan a personajes esenciales de Dostoyevski, de "Crimen y castigo" y "El idiota", dos de esas novelas que me han acompañado siempre. Como el escritor ruso, Vladislav también habla del sufrimiento, en concreto de unas prostitutas, y lo hace desde la calidez humana. Los seres humanos tal vez podamos vender nuestro cuerpo, pero seguiremos siendo humanos mientras no vendamos nuestra conciencia. La escritora se fija en las mujeres que van escasamente vestidas y que tiritan de frío en las carreteras checo alemanas o que esperan sentadas en una silla a la entrada de Santa Pola. Y da las gracias a sus protagonistas, a Erika y a Olga, y a las otras, porque "os merecéis todo el cariño. Porque más allá de las apariencias, la vida sigue siendo, como un hilo rojo, tal como es". Y a mí me gustan los escritores y escritoras que se fijan en las personas en las que nunca nos fijamos, que maltratan los políticos corruptos, españoles y extranjeros, y todos aquellos miserables que se sirven de los demás. ¿Y por qué lo hacen? ¿Para ganar dinero, tal vez para aumentar su autoestima? Letitia tenía cuatro años cuando la novela surgió en su cabeza. "Una mujer de pueblo, nos dice, se acercó una noche a la ventana verde y llamó sin hacer ruido. Pensaba que mamá y nosotros, los niños, estábamos en Dostadt, donde vivía la tía Ilka, hermana de papá. No habíamos ido porque yo tenía fiebre. Mamá abrió las persianas con la misma discreción. Estaba muy oscuro. "¿Y tú? ¿A estas horas? ¡Puta! Los postigos volvieron a cerrarse. Oí los pasos de la mujer y luego me dormí. No sabía lo que era "puta", pero no tuve valor para preguntar. Dora, la chica de enfrente, que estaba de vacaciones, me aclaró las cosas. Era malo, feo, vergonzoso, peor que coger una pulmonía o la varicela (yo había tenido las dos cosas), un peligro enorme para todo el mundo. Y la vecina en cuestión era conocida por todas las mujeres engañadas" (p. 15).
Me gusta cómo se cuenta esta historia, la poesía casi inapreciable que lo inunda todo.
Como si Dios hubiera escrito el "Claro de Luna" de Beethoven sobre el mar mientras me tomo el primer café de una mañana de domingo:

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