lunes, 3 de noviembre de 2025

"Las ondas de la música".


 
Decía el director de orquesta rumano Sergio Celibidache, al que tuve la fortuna de ver en directo en dos ocasiones, que la música sería la correspondencia entre los sonidos y el mundo interior de cada autor. Son de esas frases que siempre me obligan a mirarme hacia adentro y reflexionar desde lo inefable para intentar entender este mundo en el que vivo y desde donde pienso. El sonido son las ondas que varían según la frecuencia, la duración, la amplitud y el timbre. La primera es el número de repeticiones de un fenómeno por unidad de tiempo. El número de ciclos de la onda repetitiva por segundo se establece por la frecuencia de patrones ondulatorios como el sonido, las ondas electromagnéticas como la radio o la luz y las señales eléctricas. La duración es la constancia en el tiempo. La medida que permite saber si un sonido es largo o corto es el latido de cada obra. La amplitud indica la magnitud de las variaciones de presión de una onda sonora y el timbre es aquello por lo que distinguimos dos sonidos de igual frecuencia e intensidad emitidos por dos focos sonoros diferentes. Mientras el riachuelo se movía y cantaba a mis pies estuve pensando en las miles de páginas de libros que he leído a lo largo de mi vida y que han creado una melodía en mi corazón, algo así como el agua de otoño del pequeño video que ayer me acompañó mientras leía en la orilla. Las ondas del agua me contaban una historia que comenzaba en lo más alto de la montaña para terminar en otro río o en otro mar, como las páginas que estaba leyendo sobre mi presente y sobre mi pasado adolescente en aquel mismo sitio entre las páginas escritas por los románticos franceses, ingleses y alemanes.
 
Como la Séptima sinfonía de Bruckner que siempre me ha regalado ecos y latidos de tardes y noches de pensamiento, como las ondas susurradas a mi cerebro, como la sensibilidad de Celibidache ante la creación humana:
 

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