El otro día hacía recuento de algunas cosas
que me han dicho a lo largo de mi vida y desde el domingo pasado se
puede añadir una más, la de "enfant terrible", como me definió María
José Sánchez, una encantadora amiga de esta red social, profesora en
Valencia y licenciada en filología francesa e inglesa.
Lo primero
que me vino a la cabeza cuando leí el comentario fue la novela de Jean
Cocteau (1889-1963) "Les enfants terribles", que publicó en 1929, y dio
lugar a esa conocida expresión. Es la
historia de Paul y Elizabeth, dos jóvenes misteriosos que viven aislados
del mundo y que a medida que van creciendo se involucran en situaciones
complejas y desafiantes, gracias a las que rompen las normas y
convenciones sociales. Luego pensé en Arthur Rimbaud (1854-1891), quien
con sus libros "Una temporada en el infierno" e "Iluminaciones", cambió
la literatura francesa antes incluso de cumplir los 20 años. Y se me
ocurren los nombres de James Dean, Jim Morrison, Janis Joplin y otros
más.
Nunca me he
considerado un "enfant terrible", y menos todavía si visto de blanco,
que es lo que me pongo cuando llega el buen tiempo, como en esta
fotografía del verano pasado delante de uno de los restaurantes del
barrio de Malasaña que me gustan. Digo yo que alguien tan angelical, de
punta en blanco, no ha podido romper un plato en su vida, ni un corazón,
un trébol de cuatro hojas o la ola que llega mansamente a la playa
(como en este instante, mientras amanece) y conquista castillos en la
arena al paso de mis pies desnudos.
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