"El deseo de amor al que mi corazón estaba envuelto / extendió ante mis ojos una gran niebla / y robó la razón a mi tierno pecho".
Dice Arquíloco de Paros entre los años 712 y 664 a.C. Nietzsche lo llamó poeta dionisíaco o lírico en "El nacimiento de la tragedia", por contraste con Homero, que será épico o apolíneo.
Conduzco por una carretera cubierta por la niebla. Es verano, pero me parece estar dentro de otro "Paisaje en la niebla", y otro griego de esta época, Theo Angelopoulos (1935-2012). La madre cuenta a sus hijos, Voula y Alexandros, que su padre se marchó de Grecia para trabajar en Alemania, y los niños deciden ir a buscarlo, a pesar de que el camino resultará peligroso, lleno de dificultades. Será un viaje "extático", tan a lo Samuel Beckett, se producirá entre la nieve, la niebla y la lluvia del norte de Grecia, muy distinto del sur turístico y soleado. Así irán perdiendo la inocencia, expuestos a los terrores de la violación de la niña en la parte de atrás del camión y todos esos pequeños descubrimientos colmados de luz, como la mano de piedra que emerge del mar, la melodía interpretada por un violinista que surge de pronto y la lenta aparición del árbol cuando se disipa la niebla que llena la pantalla. Es un final que no he podido olvidar, a pesar de que hayan pasado tantos años desde que vi la película en los cines Alphaville.
Sigo pensando en Arquíloco mientras detengo el coche para sacar la foto de la niebla y me vienen a la cabeza "Molloy" y "Esperando a Godot". Son caminos sin ninguna señal aparente, salvo la que marca el interior de los niños, de nuestro propio interior al enfrentarnos a los grandes opuestos, el bien y el mal, la palabra y el silencio, la verdad y la mentira.
Todos somos parte de la Odisea, incluso de la literatura de Beckett.
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