La pintora francesa Séraphine Louis (1864-1942) se enamoró solo una
vez en su vida, llegó incluso a comprometerse, pero él la abandonó. Ella
siguió amándolo, en sus cuadros, en los rostros de las personas que
veía por la calle, en la iglesia donde se refugiaba, en el agua del río y
el rumor de las hojas de los árboles.
Una amiga me recomendó que viera en video la película del director francés Martin Provost, de 2008, "Séraphine", donde ella
dice la frase que he puesto al principio. A pesar de que es demasiado
clásica para mi gusto, muestra con precisión el proceso de creación de
sus cuadros y la vida especial de esta pintora autodidacta que vivió
toda la vida en el campo (se cuenta que nunca vió el mar) y triunfó en
París después de muerta. Había nacido el mismo año que la escultora
Camille Claudel y murió, como ella, en un hospital psiquiátrico, pero un
año antes.
Su descubridor
fue Wilhelm Uhde, que encontró uno de sus cuadros de naturaleza muerta y
al enterarse de que la autora era la mujer de la limpieza de su casera
compró sus cuadros y la protegió. Uhde nació en Munich, fue abogado,
estudió luego Historia del Arte en Florencia antes de establecerse en
París, el año 1904, donde frecuentó el grupo intelectual alemán del Café
del Dôme. Fue uno de los primeros coleccionistas de obras de Picasso y
Braque, y exhibió sus obras en la galería que tenía en Montparnasse.
Picasso pintó su retrato en 1909.
La obra de Louis, que
entusiasmó, entre otros muchos artistas, al surrealista André Breton, se
engloba dentro de los pintores "naif" simbolistas, "primitivos
modernos" o pintores del "Sagrado Corazón", y está llena de fuerza y de
luz, de bocas y de ojos que parece que quisieran decirnos algo, quizá de
este mundo o del mundo interior de la autora. Parte de esa obra se
encuentra en el Pompidou y en museo Maillol de París.
Qué haríamos sin arte.
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