"Solenoide" (lmpedimenta, 2017), del escritor rumano Mircea Cartarescu, es la novela que he estado leyendo las dos últimas semanas. Cartarescu (1956) es profesor de la Universidad de Bucarest, doctor en literatura rumana con una tesis sobre el Posmodernismo y en su país tiene mucho éxito, tanto como en las redes sociales.
Después de aprenderme casi de memoria a Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes, Sterne, Sthendal, Galdós (hice un máster en la Complutense solo porque una asignatura era sobre él), Joyce, Woolf, Rilke, Eliot, Jiménez, Proust, Faulkner, Borges, Pynchon o DeLillo, siempre creo que ya lo he leído todo, incluido lo que yo pueda escribir.
Sin embargo, a veces aparecen autores como este que escriben libros como "Solenoide" (no sé si es casualidad que en los últimos años haya visto varias películas rumanas estupendas en los Golem/ Alphaville y Renoir, empezando por la imprescindible "4 meses, 3 semanas, 2 días", de Cristian Mungiu, de 2007, y terminando por "Sieranevada", de Cristi Puiu, de 2016).
Estos son unos fragmentos de sus casi 800 páginas:
"En la adolescencia quise escribir literatura. No sé siquiera ahora si fracasé en el intento porque no era un verdadero escritor o por pura desgracia. En el instituto escribía poemas, conservo aún unos cuantos cuadernos y, gracias a algunos sueños, sé que escribí también prosa (...) En aquella época mi soledad era total. Vivía con mis padres en Stefan cel Mare. Leía ocho horas al día, daba vueltas y más vueltas en la cama, bajo una sábana empadada de sudor. Las páginas de los libros reflejaban el color siempre cambiante de los vastos cielos de Bucarest, del dorado de medio día en verano al rojo oscuro, plomizo, de las tardes nevadas en la profundidad del invierno. No me daba cuenta de cuándo oscurecía por completo. Mi madre me encontraba leyendo en una habitación sumergida en la oscuridad, cuando la página y la letra tenían prácticamente el mismo color y ya no leía, sino que soñaba que seguía avanzando en el relato, lo deformaba según las leyes del sueño(...)
"La caída" no era un poema, era el Poema. Era "ese solo objeto nobleza de la Nada". Era el producto último de diez años sin parar leyendo literatura. Durante diez años se me había olvidado respirar, toser, vomitar, estornudar, eyacular, ver, oír, respirar, amar, reír, producir leucocitos, protegerme con antincuerpos, se me había olvidado que mi cabello tenía que crecer y que mi lengua, con sus papilas, tenía que saborear la comida. Se me había olvidado pensar sobre mi Destino en la tierra y buscar mujer. Tirado en la cama como una estatua etrusca en su sarcófago, amarilleando las sábanas con mi sudor, había leído hasta casi la ceguera y la esquizofrenia. En mi mente no había espacio para los cielos azules reflejados en las charcas en primavera, tampoco para la melancolía delicada de los copos de nieve que se pegan a la esquina de un edificio enfoscado con repello rústico. Cuando abría la boca, hablaba con citas de mis autores preferidos. Cuando levantaba los ojos de la página, en la habitación sumergida en el ocre-rojizo de los atardeceres de Stefan cel Mare, veía claramente las letras tatuadas en las paredes: había poemas en el techo, en el espejo, en las hojas de los geranios traslúcidos que vegetaban en los tiestos. Tenía versos escritos en los dedos y en la palma de la mano, poemas escritos con tinta en el pijama y en las sábanas. Asustado, me dirigía al espejo del baño, donde podía verme de cuerpo entero: tenía poemas escritos con una aguja en lo blanco del ojo y poemas escritos en la frente".
Pues sí, Kafka, Borges, Pynchon y casi toda la literatura que he citado al principio.
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