Paseando ayer por
un pequeño puerto de pescadores que parecía instalado en el origen de
los tiempos me detuve unos minutos a escuchar a un sujeto que tocaba el
acordeón. Tenía un mentón bastante pronunciado y la mirada triste, y una
suave y dulce melancolía invadía el movimiento de sus dedos. No
obstante todo cambió cuando empezó a interpretar una melodía que me
sonaba mucho, pero no acertaba a adivinar. Estuve dándole vueltas el resto
del día, hasta que caí en la cuenta ya por la noche, tras tararearla
mil veces y mientras me preparaba unas clases. Era una música del
mexicano Arturo Márquez (Sonora, 1950), un canto para la celebración del
levantamiento de la voz indígena en Chiapas, a través del Ejército
Zapatista de Liberación Nacional. Me tomo un café y la escucho mientras
miro la luna sobre el mar plateado. La interpretación del venezolano
Gustavo Dudamel es arrolladora, con esa sonrisa que casi se come el
mundo, como también ocurre con los jóvenes integrantes de su orquesta
Simón Bolívar que parecen a punto de levantarse del asiento mientras
tocan, además en el Albert Hall de Londres, un lugar que ya he comentado
varias veces que es ideal para la celebración de la armonía y la luz de
la música, y al que he vuelto siempre para recordar la primera vez que
escuché allí la Segunda Sinfonía de Sibelius, que terminé convirtiendo
en uno de mis "Cuentos de los otros". ¿Ponemos ritmo a una luminosa
mañana con esta música de inspiración cubana compuesta por un mexicano e
interpretada por un director y una orquesta de venezolanos en una
esquina del Hyde Park, en el mismo centro de Londres, la capital de un
país que no quiere formar parte de la Unión Europea?
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