- ¿Por qué estás siempre tan contento, incluso en el Metro, un lugar tan feo, atestado de gente?
Me dijo. Lo había conocido en el instituto. Era mucho mayor que yo, con aquella barba, las gafas redondas y la típica ropa de jipi de la época.
- Porque cada día es un nuevo día.
Le respondí con mi ingenuidad de los 16 años. Después de lograr el Premio Nacional de Bachillerato y pasarme estudiando durante toda mi infancia y mi adolescencia, mi hermano me convenció para dejar el colegio e irme a hacer COU a un instituto. Para conocer mejor la vida y a las personas, me dijo. Y ahora también vas a tener a chicas en clase, añadió en medio de una carcajada, algo a lo que no estaba acostumbrado.
- En el mundo pasan cosas, hay desgracias, conflictos armados, guerras, terrorismo, no se puede estar siempre feliz, insistió mi compañero.
- Ah, y que sepas que gustas mucho a Raquel y a Laura.
Añadió y luego me lanzó la mano y se bajó en la estación de Metro de Sol. Y yo me quedé pensando en Raquel y en Laura, con las que apenas había cruzado unas palabras en todo el curso. Tenían dos o tres años más que yo (como toda la clase, ya que iba por la tarde, y el instituto estaba lleno de gente mayor). Y es cierto que habíamos perdido demasiadas clases por una huelga casi generalizada de los llamados "penenes" (profesores no numerarios de entonces). Unos días después me encontré a una de esas dos chicas por la carretera de la Coruña camino de la Facultad de Geografía e Historia, donde íbamos a hacer los exámenes de Selectividad. Era guapa, rubia, no muy alta y tenía una mirada romántica. Nos sentamos juntos en el examen.
Volvimos paseando a Moncloa y nos tomamos un helado en el Rodilla de la calle Princesa, frente a Casa Manolo.
No lo recuerdo después de tantos años, pero a lo mejor, durante el camino, tal vez sonara esta canción solo para nosotros:
Siempre he pensado que la vida es maravillosa y que cada día es como un Café abierto las 24 horas donde puedes desayunar diamantes.
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