El primer lector de un escritor es él mismo, y debería ser su principal crítico y el más sincero.
Este asunto salió a relucir hace poco en una de mis tertulias del
Café Gijón. Lo de menos son los libros que puedas llegar a vender, los
premios que te den y las alabanzas o críticas negativas que recibas. Si
eres mínimamente inteligente sabrás si tu obra merece o no la pena.
Recuerdo que cuando dije esto, Javier del Prado Biezma comentó que hasta
el mismísimo Baudelaire estaba nervioso mientras leía por primera vez,
en un famoso Café de París, “Las flores del mal” (se publicó en 1957),
ya que al fondo estaba sentado Alejandro Dumas (1802-1870), y le
importaba mucho su opinión. Yo le respondí que siempre había considerado
inteligente a Baudelaire, con una visión propia de las cosas, incluidas
las suyas. Otro asunto es que le viniera bien la opinión favorable de
Dumas para el futuro de su libro.
Siempre he pensado que a la literatura, y al arte en general, es
imposible aplicarles los seculares criterios de productividad que se
utilizan en otras actividades. Por eso es tan difícil ponerles un precio
de mercado, y si se hace no tendrá nada que ver con la calidad de la
obra. Es posible que haya artistas y escritores que se hayan hecho ricos
con su obra, pero, salvo alguna honrosa excepción, no serán buenos. No
es solo cuestión de gustos y de una opinión más o menos fundamentada. En
el arte influye un factor que le diferencia de las demás actividades,
el espiritual, esa cosa casi inefable de la creación.
El carácter espiritual es el que enfrenta, precisamente, al artista consigo mismo.
Y ahí está solo.
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