Anoche cené en un restaurante bohemio
donde un hombre maduro cantaba viejas canciones tristes. Por la tarde me
hice esa fotografía, mirándome en un espejo de la calle, situado en el
techo, con la cazadora de cuero que me compré en una tienda del barrio
de Chueca al hombro. Y ahora me tomo el primer café de esta mañana de un
día de fiesta, y me miro en el espejo de la fotografía mientras busco
en Youtube la canción de Aznavour que aquel viejo cantó dos veces,
para abrir y cerrar su actuación. Ayer era aún, como si la vida no
quisiera poner un final a la novela que escribo cada día sobre la propia
vida y que no pienso publicar. Como si la vida no terminara nunca de
empezar y sintiera que todavía hay muchas cosas que descubrir, como si
la vida se alargara eternamente cuando la vida sabe que es feliz. Como
si ser feliz se apropiara de la piel y de la fe, de los sentidos, de las
huellas de los zapatos sobre el asfalto de la ciudad, de los pies
desnudos. Y es que cada átomo de mi cuerpo es tuyo también, como sabía
de sobra Walt Whitman. Mi lengua y cada molécula de mi sangre también
nacieron de esta tierra y de estos vientos. Y abro de par en par las
puertas a la energía original de la naturaleza.
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