Tengo un cariño especial a Machado, y al rincón del poeta en Soria donde se sentaba con Leonor a ver caer la tarde y se mimetizaban San Polo y San Saturio y la vegetación en primavera del Duero y el Monte de las Ánimas de Bécquer, como mis sueños en mis primeras lecturas adolescentes. A veces solo me conformo con pasear por la ribera del Duero con "Campos de Castilla" en la mano, y leer en alto unos versos que están grabados en la roca y en mi alma, como ayer:
"He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria -barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra-.
Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua, cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.
¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!"
(Campos de Castilla, 1912).
Y a medida que camino recuerdo una voz que sale de los discos de vinilo de mi hermano, en aquellos días azules y en aquel sol de la infancia con los que termina "Entrevías mon amour", la novela de mi padre:
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