domingo, 15 de diciembre de 2024

"La melodía infinita".


 
Dentro de un rato me iré al Auditorio Nacional a escuchar la versión musical de Lorin Maazel de "El anillo del nibelungo", de Wagner. Y esto es una fiesta para mí. Está claro que me conformo con poco. En mi último libro dedico cinco capítulos a sus óperas, "Wagner y los veranos de mi adolescencia", "El oro del Rin y Walter Benjamin", "La walkiria y los gustos artísticos de los dictadores", "Sigfrido o el héroe problemático" y "El crepúsculo de los dioses". 
 
Este es el último:
 
"El crepúsculo de los dioses".
 
"Con esta ópera se cierra el ciclo del anillo. Posiblemente aquí se encuentra la música más hermosa de Wagner (la más moderna es el Tristán), aunque el libreto sea un tanto convencional. La metáfora, no obstante, posee una validez incuestionable en estos tiempos. El hombre ya no necesita a los dioses para vivir, se ha liberado de su yugo. El arte y la ciencia son un buen sustituto. Y el amor, por supuesto, y si se me apura incluso el sexo. Sabemos de sobra que la inmortalidad no existe, y lo más cercano que tenemos nos lo ofrecen las obras de arte imperecederas, los adelantos científicos y la sensación de que durante un instante “divino” somos capaces de amar y ser amados. A partir del siglo XVIII cambia la actitud del artista ante la verdad y la realidad, en definitiva ante el poder de la naturaleza sobre la obra de arte, y lo hace con dos nuevas miradas: la secularización de la experiencia religiosa y la sacralización del arte. En el primer caso, aparece el “artista-creador”, comparable al “Dios-creador” (como un nuevo Prometeo) que construye mundos posibles, coherentes y cerrados como si fueran mundos paralelos al real. En el segundo, la obra de arte crea belleza por sí misma, lo que también supone la laicización de la idea de divinidad.
 
El arte contribuye a captar y asimilar las ideas sociales de cada momento histórico. El artista que consigue trascender su propia historia (como le ocurre a Wagner) es el que percibe lo que todavía no está resuelto en la mentalidad de su época, y lo brinda a la sociedad para que esta lo transforme en el verdadero estilo de su tiempo. La mentalidad o espíritu de una época no son solo las ideas puras de los científicos o filósofos, sino también la fantasía, la imaginación y la sentimentalidad éticas. En El crepúsculo de los dioses, Wagner se vale de la coartada del filtro del olvido para que Sigfrido sea infiel a Brunilda. Desde entonces Brunilda es capaz de odiar y amar con locura al mismo tiempo, e incluso de sacrificarse. Cuando se inmola en la última escena de la ópera subida a su caballo, para que el anillo vuelva al Rin, lo que el compositor consigue es que entendamos que es la belleza de la música y del amor lo único que puede salvar a la humanidad. Por eso mismo tuvo que posponer la terminación de la tetralogía para componer Tristán e Isolda. Escribió los dos primeros actos de Sigfrido y durante años se dedicó a la hermosa leyenda de los dos amantes y a Los maestros cantores. La música del Tristán une las ideas del amor, el sexo y la muerte. Cuando regresó al Anillo, Wagner ya era inmortal".
 
"El crepúsculo de los dioses", de "Un hombre que se parecía a Al Pacino" (2023, Pagès Editors y Universitat de Lleida, pp. 85-86).
 
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En este link el musicólogo Mario Muñoz Carrasco anuncia y explica el concierto del Auditorio: "Queremos que viajen con nosotros a la tierra mítica de las espadas, los dragones y los círculos de fuego. Acompáñennos a la creación y la destrucción del mundo desde el balcón mágico de Wagner". 
 
Y nos habla de la influencia de los hermanos Grimm para recuperar los cuentos clásicos en el siglo XIX que todos conocemos. Y por qué los discos compactos duran hora y veinte minutos, como el concierto de hoy. La culpa es de Beethoven.
 
Lo que hicieron Wagner y Beethoven (por cierto, es un personaje en mi novela "Poeta en Madrid", 2021, Huso) fue acercarse a Dios como creadores.
 
 



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