Ayer por la tarde una alumna me reconoció de espaldas por la calle. "Justo, Justo...", escuché una voz femenina detrás de mí, me volví, dejé de mirar el móvil que seguía sin funcionar y encontré a S., una alumna del año pasado. Tras un par de besos y comentar el apagón en todo España y cómo iba la marcha de la Carrera y de los próximos exámenes, esbozó una sonrisa y dijo que no lo iba a creer pero que me había reconocido por detrás. "Es que me fijaba en tus clases, para que veas que ponía interés", añadió. "No sabes lo que hablé con mi madre de algunos temas que suponía que nos ibas a preguntar en el examen. Al final conseguí la Matrícula de Honor. Hay cosas que no se olvidan".
Esa fotografía está hecha en el Palacio de Cristal del Retiro. Me fijo en el pelo. El otro día comenté a mis alumnos que iba a tocar madera para que no se me cayera en los próximos años.
Me tomo un café, miro la foto y recuerdo las dos mecedoras que he tenido en casa. En realidad todo comenzó cuando tenía siete años y viví un año entero en Felanitx, al este de Mallorca. Luego me compré una, pensando en aquella, en mi buhardilla del Barrio de las Letras de Madrid. Ese movimiento de la mecedora es como el movimiento de la vida, como la música de Offenbach para "Los cuentos de Hoffmann". El recuerdo de la mecedora de Felanitx (podría ser el título de uno de mis cuentos o de una de mis novelas) surgió de nuevo cuando vi la ópera en el Teatro Real, como un paseo en góndola por Venecia con ella:
En fin, aquí estoy yo, escribiendo y contándome la vida para el que la quiera leer conmigo.
Sí, también somos lo que dejamos a la espalda.
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