Me refiero a la creación de uno mismo y de todo lo que nos rodea. El héroe actual no es tanto el que resiste, impertérrito e inquebrantable, ya que en su infinitud lo otro terminaría por doblegar nuestra dureza. La intrepidez y la valentía están más bien en permanecer en nuestro sitio, el umbral, dejándonos traspasar, siendo permeables, flexibles, haciéndonos uno con lo que existe en el límite entre las dimensiones opuestas del ser. En esa batalla de energías opuestas está el riesgo y lo que hace de la vida un hecho grandioso y memorable.
Como el adagio de la cuarta de Mahler, y su final, que nos transporta a un paraíso celestial a través de la letra y la música con una visión idílica del cielo -lo cual no está mal para un Jueves Santo-, donde se disfrutan las alegrías celestiales y se evita todo lo terrenal. La vida en el cielo es descrita como una existencia de paz y felicidad, donde no existen tumultos mundanos y se vive en la más suave tranquilidad, en una atmósfera de serenidad y gozo:
El
martes pasado fue el Día Mundial del Arte, y yo me di una vuelta por el
Thyssen, como hago tantas veces, por el simple placer de pasear, como
por los parques de este mundo que más me gustan, y miro los árboles como
miro los cuadros y observo el reflejo de mi cuerpo en los estanques y
los ríos y el mar. Y aproveché para sacar unas fotografías de cuadros de Van
Gogh, Pollock, Kandinsky y Klee para recordar el momento.
Porque cada momento de esta vida es irrepetible, como la obra de arte.
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