En mi biblioteca hay un antes y un después de esta novela. Ahora me tomo el primer café de la mañana y leo:
"Hacíamos el amor compulsivamente. Lo hacíamos deliberadamente. Lo hacíamos espontáneamente. Pero sobre todo hacíamos el amor diariamente. O en otras palabras, los lunes, los martes y los miércoles hacíamos el amor invariablemente. Los jueves, los viernes y los sábados hacíamos el amor igualmente. Por último los domingos hacíamos el amor religiosamente. O bien hacíamos el amor por compatibilidad de caracteres, por favor, por supuesto, por teléfono, de primera intención y en última instancia, por no dejar y por si acaso, como primera medida y como último recurso.
Hicimos el amor por ósmosis y por simbiosis: a eso le llamábamos hacer el amor científicamente. Pero también hacíamos el amor yo a ella y ella a mí: es decir recíprocamente.
Y cuando ella se quedaba a la mitad de un orgasmo y yo, con el miembro convertido en un músculo fláccido no podía llenarla, entonces hacíamos el amor lastimosamente. Lo cual no tiene nada que ver con las veces en que yo me imaginaba que no iba a poder, y no podía, y ella pensaba que no iba a sentir, y no sentía, o bien estábamos tan cansados y tan preocupados que ninguno de los dos alcanzaba el orgasmo. Decíamos, entonces, que habíamos hecho el amor aproximadamente. O bien a Estefanía le daba por recordar las ardillas que el tío Esteban le trajo de Wisconsin y que daban vueltas como locas en sus jaulas olorosas de creolina, y yo por mi parte recordaba la sala de la casa de los abuelos, con sus sillas vienesas y sus macetas de rosasté esperando la eclosión de las cuatro de la tarde, y así era como hacíamos el amor, nostálgicamente, viniéndonos mientras nos íbamos tras viejos recuerdos.
Muchas veces hicimos el amor contra natura, a favor de natura, ignorando a natura. O de noche con la luz encendida, mientras los zancudos ejecutaban una danza cenital alrededor del foco. O de día con los ojos cerrados. O con el cuerpo limpio y la conciencia sucia. O viceversa. Contentos, felices, dolientes, amargados. Con remordimiento y sin sentido. Con sueño y con frío.
Y cuando estábamos conscientes de lo absurdo de la vida, y de que un día nos olvidaríamos el uno del otro, entonces hacíamos el amor inútilmente. Para envidia de nuestros amigos y enemigos, hacíamos el amor ilimitadamente, magistralmente, legendariamente. Para honra de nuestros padres, hacíamos el amor moralmente. Para escándalo de la sociedad, hacíamos el amor ilegalmente.
Para alegría de los psiquiatras, hacíamos el amor sintomáticamente. Y sobre todo hacíamos el amor físicamente.
También lo hicimos de pie y cantando, de rodillas y rezando, acostados y soñando. Y sobre todo y por simple razón de que yo lo quería así y ella también hacíamos el amor voluntariamente".
(Fragmentos del capítulo 10).
"Palinuro de México", de Fernando del Paso, premio Cervantes en 2015, y fallecido el año pasado, es una de las únicas cuatro novelas que publicó. Todos recordamos que Palinuro fue el piloto de Eneas tras su salida de Troya. Aquí es el narrador de un viaje por el cuerpo humano y la juventud mexicana en torno a la masacre de estudiantes de 1968. Esta novela es una especie de diccionario de Voltaire, lo más cercano que he leído en castellano de la obra inmensa de Rabelais, Cervantes, Sterne y Joyce. Es el triunfo del lenguaje y de alguna manera me recuerda otra novela mexicana, "La muerte de Artemio Cruz", de Carlos Fuentes, un verdadero manual para cualquiera que quiera ser escritor. Fernando del Paso quiso ser médico y en esta novela lo es a través de Palinuro, que muere o no muere desangrado al final de la novela y que hace el amor de todas las formas posibles con Estefanía, su prima enfermera.
"Hacíamos el amor compulsivamente. Lo hacíamos deliberadamente. Lo hacíamos espontáneamente. Pero sobre todo hacíamos el amor diariamente. O en otras palabras, los lunes, los martes y los miércoles hacíamos el amor invariablemente. Los jueves, los viernes y los sábados hacíamos el amor igualmente. Por último los domingos hacíamos el amor religiosamente. O bien hacíamos el amor por compatibilidad de caracteres, por favor, por supuesto, por teléfono, de primera intención y en última instancia, por no dejar y por si acaso, como primera medida y como último recurso.
Hicimos el amor por ósmosis y por simbiosis: a eso le llamábamos hacer el amor científicamente. Pero también hacíamos el amor yo a ella y ella a mí: es decir recíprocamente.
Y cuando ella se quedaba a la mitad de un orgasmo y yo, con el miembro convertido en un músculo fláccido no podía llenarla, entonces hacíamos el amor lastimosamente. Lo cual no tiene nada que ver con las veces en que yo me imaginaba que no iba a poder, y no podía, y ella pensaba que no iba a sentir, y no sentía, o bien estábamos tan cansados y tan preocupados que ninguno de los dos alcanzaba el orgasmo. Decíamos, entonces, que habíamos hecho el amor aproximadamente. O bien a Estefanía le daba por recordar las ardillas que el tío Esteban le trajo de Wisconsin y que daban vueltas como locas en sus jaulas olorosas de creolina, y yo por mi parte recordaba la sala de la casa de los abuelos, con sus sillas vienesas y sus macetas de rosasté esperando la eclosión de las cuatro de la tarde, y así era como hacíamos el amor, nostálgicamente, viniéndonos mientras nos íbamos tras viejos recuerdos.
Muchas veces hicimos el amor contra natura, a favor de natura, ignorando a natura. O de noche con la luz encendida, mientras los zancudos ejecutaban una danza cenital alrededor del foco. O de día con los ojos cerrados. O con el cuerpo limpio y la conciencia sucia. O viceversa. Contentos, felices, dolientes, amargados. Con remordimiento y sin sentido. Con sueño y con frío.
Y cuando estábamos conscientes de lo absurdo de la vida, y de que un día nos olvidaríamos el uno del otro, entonces hacíamos el amor inútilmente. Para envidia de nuestros amigos y enemigos, hacíamos el amor ilimitadamente, magistralmente, legendariamente. Para honra de nuestros padres, hacíamos el amor moralmente. Para escándalo de la sociedad, hacíamos el amor ilegalmente.
Para alegría de los psiquiatras, hacíamos el amor sintomáticamente. Y sobre todo hacíamos el amor físicamente.
También lo hicimos de pie y cantando, de rodillas y rezando, acostados y soñando. Y sobre todo y por simple razón de que yo lo quería así y ella también hacíamos el amor voluntariamente".
(Fragmentos del capítulo 10).
"Palinuro de México", de Fernando del Paso, premio Cervantes en 2015, y fallecido el año pasado, es una de las únicas cuatro novelas que publicó. Todos recordamos que Palinuro fue el piloto de Eneas tras su salida de Troya. Aquí es el narrador de un viaje por el cuerpo humano y la juventud mexicana en torno a la masacre de estudiantes de 1968. Esta novela es una especie de diccionario de Voltaire, lo más cercano que he leído en castellano de la obra inmensa de Rabelais, Cervantes, Sterne y Joyce. Es el triunfo del lenguaje y de alguna manera me recuerda otra novela mexicana, "La muerte de Artemio Cruz", de Carlos Fuentes, un verdadero manual para cualquiera que quiera ser escritor. Fernando del Paso quiso ser médico y en esta novela lo es a través de Palinuro, que muere o no muere desangrado al final de la novela y que hace el amor de todas las formas posibles con Estefanía, su prima enfermera.
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